PRÓLOGO
«Por
lo demás, detesto todo aquello que únicamente me instruye pero sin
acrecentar o vivificar de inmediato mi actividad». Estas son palabras de
Goethe que, como un Ceterum censeo cordialmente expresado, pueden
servir de introducción a nuestra consideración sobre el valor y el
no-valor de la historia. En ella trataremos de exponer por qué la
enseñanza que no estimula, por qué la ciencia que paraliza la actividad,
por qué la historia, en cuanto preciosa superfluidad del conocimiento y
artículo de lujo, nos han de resultar seriamente odiosas, según la
expresión de Goethe -precisamente porque nos falta lo más necesario y lo
superfluo es enemigo de lo necesario. Es cierto que necesitamos la
historia, pero de otra manera que el refinado paseante por el jardín de
la ciencia, por más que este mire con altanero desdén nuestras
necesidades y apremios rudos y simples. Es decir, necesitamos la
historia para la vida y la acción, no para apartarnos cómodamente de la
vida y la acción, y menos para encubrir la vida egoísta y la acción vil y
cobarde. Tan solo en cuanto la historia está al servicio de la vida
queremos servir a la historia. Pero hay una forma de hacer historia y
valorarla en que la vida se atrofia y degenera: fenómeno que, según los
singulares síntomas de nuestro tiempo, es preciso plantear, por más que
ello sea doloroso.
Me he esforzado por describir aquí una sensación
que, con frecuencia, me ha atormentado; me vengo del mismo dándolo a la
publicidad. Puede que algún lector, por mi descripción, se sienta
impulsado a declarar que él también sabe de este sentimiento, pero que
yo no lo he experimentado de una manera suficientemente pura y original y
no lo he expresado con la debida seguridad y madurez de experiencia.
Así puede pensar uno u otro, pero la mayor parte de mis lectores me
dirán que mi sentimiento es absolutamente falso, abominable, antinatural
e ilícito y que, además, al manifestarlo, me he mostrado indigno de la
portentosa corriente historicista que, como nadie ignora, se ha
desarrollado, en las dos últimas generaciones, sobre todo en Alemania-.
En todo caso, el hecho de que me atreva a exponer al natural mi
sentimiento promueve, más bien que daña, el interés general, pues con
ello doy a muchos la oportunidad de ensalzar esta corriente de la época,
que acabo de mencionar. Por mi parte, gano algo que, a mi entender, es
más importante que esas conveniencias: el ser públicamente instruido y
aleccionado sobre nuestra época.
Intempestiva es también esta
consideración, puesto que trato de interpretar como un mal, una
enfermedad, un defecto, algo de lo que nuestra época está, con razón,
orgullosa: su cultura histórica, pues creo que todos nosotros sufrimos
de una fiebre histórica devorante y, al menos, deberíamos reconocer que
es así. Goethe ha dicho, con toda razón, que cultivando nuestras
virtudes cultivamos también nuestros defectos, y si, como es notorio,
una virtud hipertrófica -y el sentido histórico de nuestro tiempo me
parece que es una- puede provocar la ruina de un pueblo lo mismo que
puede causarla un vicio hipertrófico, ¡que por una vez se me permita
hablar! Para mi descargo, no quiero callar que las experiencias que
estos tormentosos sentimientos han suscitado en mí las he extraído casi
siempre de mí mismo y, únicamente para fines de comparación, me he
servido de experiencias ajenas y que, solo en cuanto aprendiz de épocas
pasadas, especialmente de la griega, he llegado, como hijo del tiempo
actual, a las experiencias que llamo intempestivas. Al menos, por
profesión como filólogo clásico, he de tener derecho a permitirme esto,
pues no sé qué sentido podría tener la filología clásica en nuestro
tiempo si no es el de actuar de una manera intempestiva, es decir,
contra el tiempo y, por tanto, sobre el tiempo y, yo así lo espero, en
favor de un tiempo venidero.
UNO
Observa
el rebaño que paciendo pasa ante ti: no sabe qué significa el ayer ni
el hoy, salta de un lado para otro, come, descansa, digiere, salta de
nuevo, y así de la mañana a la noche y día tras día, atado
estrechamente, con su placer o dolor, al poste del momento y sin
conocer, por esta razón, la tristeza ni el hastío. Es un espectáculo
difícil de comprender para el hombre -pues este se jacta de su humana
condición frente a los animales y, sin embargo, contempla con envidia la
felicidad de estos-, porque él no quiere más que eso, vivir, como el
animal, sin hartazgo y sin dolor. Pero lo pretende en vano, porque no lo
quiere como el animal. El hombre pregunta acaso al animal: ¿por qué no
me hablas de tu felicidad y te limitas a mirarme? El animal quisiera
responder y decirle: esto pasa porque yo siempre olvido lo que iba a
decir -pero de repente olvidó también esta respuesta y calló: de modo
que el hombre se quedó asombrado.
Pero se asombró también de sí mismo
por el hecho de no aprender a olvidar y estar siempre encadenado al
pasado: por muy lejos y muy rápido que corra, la cadena corre siempre
con él. Es un verdadero prodigio: el instante, de repente está aquí, de
repente desaparece. Surgió de la nada y en la nada se desvanece.
Retorna, sin embargo, como fantasma, para perturbar la paz de un momento
posterior. Continuamente se desprende una página del libro del tiempo,
cae, se va lejos flotando, retorna imprevistamente y se posa en el
regazo del hombre. Entonces, el hombre dice: «me acuerdo» y envidia al
animal que inmediatamente olvida y ve cada instante morir
verdaderamente, hundirse de nuevo en la niebla y en la noche y
desaparecer para siempre. Vive así el animal en modo no-histórico, pues
se funde en el presente como número que no deja sobrante ninguna extraña
fracción; no sabe disimular, no oculta nada, se muestra en cada momento
totalmente como es y, por eso, es necesariamente sincero. El hombre, en
cambio, ha de bregar con la carga cada vez más y más aplastante del
pasado, carga que lo abate o lo doblega y obstaculiza su marcha como
invisible y oscuro fardo que él puede alguna vez hacer ostentación de
negar y que, en el trato con sus semejantes, con gusto niega: para
provocar su envidia. Por eso le conmueve, como si recordase un paraíso
perdido, ver un rebaño pastando o, en un círculo más familiar, al niño
que no tiene ningún pasado que negar y que, en feliz ceguedad, se
concentra en su juego, entre las vallas del pasado y del futuro. Y, sin
embargo, su juego ha de ser interrumpido: bien pronto será despertado de
su olvido. Enseguida aprende la palabra «fue», palabra puente con la
que tienen acceso al hombre, lucha, dolor y hastío, para recordarle lo
que fundamentalmente es su existencia -un imperfectum que nunca llega a
perfeccionarse. Y cuando, finalmente, la muerte aporta el anhelado
olvido, ella suprime el presente y el existir, plasmando así su sello a
la noción de que la existencia es un ininterrumpido haber sido, algo que
vive de negarse, destruirse y contradecirse a sí mismo.
Si una
felicidad, un ir en pos de una nueva felicidad, en cualquier sentido que
ello sea, es lo que sostiene al ser viviente en la vida y lo impulsa a
vivir, posiblemente ningún filósofo tiene más razón que el cínico, pues
la felicidad del animal, como cínico consumado, es la prueba viviente de
la justificación del cinismo. Una ínfima felicidad, si es
ininterrumpida y hace feliz, es incomparablemente mejor que la máxima
felicidad que se da solo como episodio, como una especie de capricho,
como insensata ocurrencia, en medio del puro descontento, ansiedades y
privación. Tanto en el caso de la ínfima como en el de la máxima
felicidad, existe siempre un elemento que hace que la felicidad sea tal:
la capacidad de olvidar o, para expresarlo en términos más eruditos, la
capacidad de sentir de forma no-histórica mientras la felicidad dura.
Quien no es capaz de instalarse, olvidando todo el pasado, en el umbral
del momento, el que no pueda mantenerse recto en un punto, sin vértigo
ni temor, como una Diosa de la Victoria, no sabrá qué cosa sea la
felicidad y, peor aún, no estará en condiciones de hacer felices a los
demás. Imaginemos el caso extremo de un hombre que careciera de la
facultad de olvido y estuviera condenado a ver en todo un devenir: un
hombre semejante no creería en su propia existencia, no creería en sí,
vería todo disolverse en una multitud de puntos móviles, perdería pie en
ese fluir del devenir; como el consecuente discípulo de Heráclito,
apenas se atreverá a levantar el dedo. Toda acción requiere olvido: como
la vida de todo ser orgánico requiere no solo luz sino también
oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir tan solo de modo
histórico sería semejante al que se viera obligado a prescindir del
sueño o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y siempre
repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi
sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder
vivir sin olvidar. O para expresarme sobre mi tema de un modo más
sencillo: hay un grado de insomnio, de rumiar, de sentido histórico, en
el que lo vivo se resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un
individuo, de un pueblo, o de una cultura.
Para precisar este grado
y, sobre su base, el límite desde el cual lo pasado ha de olvidarse,
para que no se convierta en sepulturero del presente, habría que saber
con exactitud cuánta es la fuerza plástica de un individuo, de un
pueblo, de una cultura. Me refiero a esa fuerza para crecer desde la
propia esencia, transformar y asimilar lo que es pasado y extraño,
cicatrizar las heridas, reparar las pérdidas, rehacer las formas
destruidas. Hay individuos que poseen en tan escaso grado esa fuerza
que, a consecuencia de una sola experiencia, de un único dolor y, con
frecuencia, de una sola ligera injusticia, se desangran irremisiblemente
como de resultas de un leve rasguño. Los hay, por otra parte, tan
invulnerables a las más salvajes y horribles desgracias de la vida, y
aun a los mismos actos de su propia maldad que, en medio de estas
experiencias o poco después, logran un pasable bienestar y una especie
de conciencia tranquila. Cuanto más fuertes raíces tiene la íntima
naturaleza de un individuo tanto más asimilará el pasado y se lo
apropiará. Podemos imaginar que la más potente y formidable naturaleza
se reconocería por el hecho de que ella ignorase los límites en que el
sentido histórico podría actuar de una forma dañosa o parásita. Esta
naturaleza atraería hacia sí todo el pasado, propio y extraño, se lo
apropiaría y lo convertiría en su propia sangre. Una naturaleza así sabe
olvidar aquello que no puede dominar, eso no existe para ella, el
horizonte está cerrado y nada le puede recordar que, al otro lado, hay
hombres, pasiones, doctrinas, objetivos. Se trata de una ley general:
todo ser viviente tan solo puede ser sano, fuerte y fecundo dentro de
un horizonte, y si, por otra parte, es demasiado egocéntrico para
integrar su perspectiva en otra ajena, se encamina lánguidamente o con
celeridad a una decadencia prematura. La serenidad, la buena conciencia,
la actitud gozosa, la confianza en el porvenir ‑todo eso depende,
tanto en un individuo como en un pueblo, de que existe una línea que
separa lo que está al alcance de la vista y es claro, de lo que está
oscuro y es inescrutable, de que se sepa olvidar y se sepa recordar en
el momento oportuno, de que se discierna con profundo instinto cuándo es
necesario sentir las cosas desde el punto de vista histórico o desde
el punto de vista ahistórico. He aquí la tesis que el lector está
invitado a considerar: lo histórico y lo ahistórico son igualmente
necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las
culturas.
Aquí se nos podrá hacer una observación: los conocimientos y
los sentimientos históricos de un hombre pueden ser muy limitados, su
horizonte estrecho como el de un habitante de un valle de los Alpes; en
cada juicio puede cometer una injusticia, de cada experiencia puede
pensar erróneamente que él es el primero en tenerla -y a pesar de todas
las injusticias y todos los errores, se mantiene en tan insuperable
salud y vigor que todos sentirán goce al mirarlo; en tanto que, a su
lado, el que es mucho más justo y más instruido que él flaquea y se
derrumba, pues las líneas de su horizonte se desplazan siempre de nuevo,
de modo inquietante, porque él, atrapado en la red sutil de sus
justicias y verdades, no vuelve a encontrar de nuevo el mundo elemental
de deseos y aspiraciones. Por otra parte, hemos observado al animal,
totalmente desprovisto de sentido histórico, que se desenvuelve dentro
de un horizonte casi reducido a un solo punto y, no obstante, vive, en
una relativa felicidad, al menos sin hastío y sin necesidad de simular.
Habría, pues, que considerar a la facultad de ignorar hasta cierto
punto la dimensión histórica de las cosas como la más profunda e
importante de las facultades, en cuanto en ella reside el fundamento
sobre el que puede crecer lo que es justo, sano, grande, verdaderamente
humano. Lo ahistórico es semejante a una atmósfera protectora,
únicamente dentro de la cual puede germinar la vida y, si esta atmósfera
desaparece, la vida se extingue. Es cierto: tan solo cuando el hombre
pensando, analizando, comparando, separando, acercando, limita ese
elemento no histórico; tan solo cuando, dentro de ese vaho envolvente,
surge un rayo luminoso y resplandeciente, es decir, cuando es
suficientemente fuerte para utilizar el pasado en beneficio de la vida y
transformar los acontecimientos antiguos en historia presente, llega el
hombre a ser hombre. Pero un exceso de historia aniquila al hombre y,
sin ese halo de lo ahistórico, jamás hubiese comenzado ni se hubiese
atrevido a comenzar. ¿Qué hechos hubiese sido capaz de realizar sin
antes haber penetrado en esa bruma de lo ahistórico? Dejemos imágenes de
lado y acudamos, para ilustración, a un ejemplo. Imaginemos a un hombre
al que empuja y arrastra una ardiente pasión por una mujer o una gran
idea. ¡Cómo cambia su mundo para él! Mirando hacia el pasado se siente
como ciego; prestando el oído a su entorno percibe lo ajeno como un
ruido sordo carente de sentido. Pero lo que ahora percibe, jamás lo
percibió antes con esa viveza: tan palpablemente cercano, tan coloreado,
tan resonante, tan iluminado como si lo percibiera con todos sus
sentidos a la vez. Sus evaluaciones todas están para él cambiadas y
privadas de valor; hay tantas cosas que ya no puede valorar porque él ya
apenas las siente; se pregunta si no ha sido hasta entonces víctima de
frases ajenas, de opiniones de otros, se admira de que su memoria gire
incansablemente dentro de un círculo y se siente muy débil y agotado
para dar un solo salto y salir de ese círculo. Es el estado más injusto
del mundo, limitado, ingrato hacia el pasado, ciego a los peligros,
sordo a las advertencias, un pequeño torbellino de vida en medio de un
océano congelado de noche y olvido. Y, no obstante, ese estado
-ahistórico, absolutamente anti-histórico- es no solo la matriz de una
acción injusta, sino también, y sobre todo, de toda acción justa, y
ningún artista realizará su obra, ningún general conseguirá la victoria,
ningún pueblo alcanzará su libertad, sin antes haberlo anhelado y
pretendido en un estado ahistórico como el descrito. Como el hombre de
acción, en expresión de Goethe, actúa siempre sin conciencia, también
actúa siempre sin conocimiento; olvida la mayor parte de las cosas para
realizar solo una; es injusto hacia todo lo que le precede y no reconoce
más que un derecho: el derecho de lo que ahora va a nacer. Así pues, el
hombre de acción ama su obra infinitamente más de lo que esta merece
ser amada, y las mejores acciones se realizan siempre en una exaltación
de amor tal que, aunque su valor pueda ser incalculable en otros
respectos, no son, en todo caso, dignas de ese amor.
Si alguien
estuviera en condición de husmear, de respirar retrospectivamente, en un
suficiente número de casos, esta atmósfera ahistórica, dentro de la
cual se han originado todos los grandes acontecimientos históricos
[geschichtliche], podría tal vez, en cuanto sujeto de conocimiento,
elevarse a un punto de vista suprahistórico, tal como Niebuhr lo ha
descrito, como posible resultado de la reflexión histórica. «Para una
cosa, al menos -dice-, es útil la historia entendida claramente y en
toda su extensión: para reconocer que los espíritus más potentes y más
elevados del género humano ignoran de qué forma fortuita sus ojos han
asumido la estructura particular que determina su visión y que ellos
quisieran a la fuerza imponer a los demás; a la fuerza, porque la
intensidad de su conciencia es excepcionalmente grande. Quien no haya
captado esto, con gran precisión y en muchos casos, quedará subyugado
por la imagen de un poderoso espíritu que da la más alta pasionalidad a
una forma dada.» Podría designarse tal punto de vista suprahistórico en
la medida en que quien lo adoptara, por el hecho de haber reconocido la
esencial condición de todo acaecer, de toda acción, la ceguedad e
injusticia en el alma del que actúa, no se sentiría seducido a vivir o
participar en la historia, se sentiría curado de la tentación de tomar
en el futuro la historia demasiado en serio: hubiera aprendido a
encontrar en todas partes, en cada individuo, en cada acontecimiento,
entre los griegos o entre los turcos, en un momento cualquiera del siglo
I o del siglo XIX la respuesta al porqué y para qué de la existencia.
Si alguien pregunta a sus amistades si quieren revivir los diez o veinte
últimos años, encontrará fácilmente quiénes de ellos están
predispuestos a este punto de vista suprahistórico: con seguridad, todos
responderán ¡no!; pero ese ¡no! estará motivado por diferentes razones.
Algunos, tal vez, se consolarán con un «pero los próximos veinte años
serán mejores». Son aquellos de quienes David Hume dice con ironía:
And from the dregs of life hope to receive,What the first sprightly running could not give.
Llamésmolos
los hombres históricos. El espectáculo del pasado los empuja hacia el
futuro, inflama su coraje para continuar en la vida, enciende su
esperanza de que lo que es justo puede todavía venir, de que la
felicidad los espera al otro lado de la montaña hacia donde encaminan
sus pasos. Estos hombre históricos creen que el sentido de la existencia
se desvelará en el curso de un proceso y, por eso, tan solo miran hacia
atrás para, a la luz del camino recorrido, comprender el presente y
desear más ardientemente el futuro. No tienen idea de hasta qué punto, a
pesar de todos sus conocimientos históricos, de hecho piensan y actúan
de manera no-histórica o de que su misma actividad como historiadores
está al servicio, no del puro conocimiento, sino de la vida.
Pero esa
pregunta, cuya respuesta hemos escuchado, se puede responder de modo
distinto. Será también un «no», pero un «no» diferentemente motivado: el
«no» del hombre suprahistórico que no ve la salvación en el proceso y
para el cual, al contrario, el mundo está completo y toca su fin en cada
momento particular. Pues, ¿qué podrían otros diez años enseñar que no
hayan enseñado los diez anteriores?
Los hombres suprahistóricos no
han podido jamás ponerse de acuerdo sobre si el sentido de esta teoría
es la felicidad, la resignación, la virtud o la expiación, pero, frente a
todos los modos históricos de considerar el pasado, llegan a la plena
unanimidad respecto a la siguiente proposición: el pasado y el presente
son una sola y la misma cosa, es decir, dentro de la variedad de sus
manifestaciones, son típicamente iguales y, como tipos invariables y
omnipresentes, constituyen una estructura fija de un valor inmutable,
estable y de significado eternamente igual. Como los cientos de lenguas
diferentes expresan siempre las mismas necesidades típicas y fijas del
hombre, de suerte que el que comprendiese estas necesidades no tendría
que aprender nada nuevo de todas esas lenguas, del mismo modo, el
pensador suprahistórico ilumina desde el interior toda la historia de
pueblos e individuos, adivinando con clarividencia el sentido originario
de los diferentes jeroglíficos y evadiendo gradualmente, incluso con
fatiga, la interminable corriente de nuevos signos. ¿Cómo, en efecto,
ante la situación infinita de acontecimientos, no iba a llegarse a la
saciedad, a la sobresaturación, incluso al hastío? Sin duda, al final,
hasta el más osado de ellos estaría tal vez dispuesto a decir a su
corazón con Giacomo Leopardi:
«Nada vive que sea digno de tus
impulsos, y la tierra no merece suspiro alguno.Dolor y hastío es nuestra
existencia, e inmundicia el mundo - nada más.Sosiégate»
Pero
dejemos a los hombres suprahistóricos con su sabiduría y su nausea: hoy
queremos más bien gozar con todo el corazón de nuestra incultura y
concedernos a nosotros mismos una jornada fácil haciendo el papel de
hombres de acción y progresistas, adoradores del proceso. Tal vez
nuestra valoración de lo histórico no es más que un prejuicio
occidental. ¡No importa, con tal de que, al menos, sigamos dando pasos
hacia el progreso y no quedemos estancados en el ámbito de estos
prejuicios! ¡Con tal de que aprendamos siempre mejor a cultivar la
historia para servir a la vida! Concedamos, pues, de buen grado a los
hombres suprahistóricos que poseen más sabiduría que nosotros; siempre
que estemos seguros de poseer más vida que ellos: pues nuestra
ignorancia tendría en todo caso más futuro que su sabiduría. Y, para que
no quede ninguna duda en cuanto al sentido de esta contraposición entre
vida y sabiduría, recurriré a un procedimiento utilizado desde la
Antigüedad y propondré, sin ningún tipo de rodeos, algunas tesis.
Un
fenómeno histórico pura y completamente conocido, reducido a fenómeno
cognoscitivo es, para el que así lo ha estudiado, algo muerto, porque a
la vez ha reconocido allí la ilusión, la injusticia, la pasión ciega y,
en general, todo el horizonte terrenamente oscurecido de ese fenómeno, y
precisamente en ello su poder histórico [geschichtlich]. Este poder
queda ahora, para aquel que lo ha conocido, sin fuerza, pero tal vez no
queda sin fuerza para aquel que vive.
La historia concebida como
ciencia pura, y aceptada como soberana, sería para la humanidad una
especie de conclusión y ajuste de cuentas de la existencia. La cultura
histórica es algo saludable y cargado de futuro tan solo al servicio de
una nueva y potente corriente vital, de una civilización naciente, por
ejemplo; es decir, solo cuando está dominada y dirigida por una fuerza
superior, pero ella misma no es quien domina y dirige.
En la medida
en que está al servicio de la vida, la historia sirve a un poder no
histórico y, por esta razón, en esa posición subordinada, no podrá y no
deberá jamás convertirse en una ciencia pura como, por ejemplo, las
matemáticas. En cuanto a saber hasta qué punto la vida tiene necesidad
de los servicios de la historia, esta es una de las preguntas y de las
preocupaciones más graves concernientes a la salud de un individuo, de
un pueblo, de una cultura. Cuando hay un predominio excesivo de la
historia, la vida se desmorona y degenera y, en esta degeneración,
arrastra también a la misma historia.
DOS
Que
la vida tiene necesidad del servicio de la historia ha de ser
comprendido tan claramente como la tesis, que más tarde se demostrará
-según la cual, un exceso de historia daña a lo viviente. En tres
aspectos pertenece la historia al ser vivo: en la medida en que es un
ser activo y persigue un objetivo, en la medida en que preserva y venera
lo que ha hecho, en la medida en que sufre y tiene necesidad de una
liberación. A estos tres aspectos corresponden tres especies de
historia, en cuanto se puede distinguir entre una historia monumental,
una historia anticuaria y una historia crítica.
La historia
pertenece, sobre todo, al hombre de acción, al poderoso, al que libra
una gran lucha y tiene necesidad de modelos, de maestros, de
confortadores, que no puede encontrar en su entorno ni en la época
presente. Tal es el caso de Schiller. Nuestro tiempo es tan miserable,
decía Goethe, que el poeta no puede encontrar, en la vida humana que le
rodea, los caracteres que necesita para su obra. Polibio, por ejemplo,
teniendo en su mente al hombre de acción, dice que el estudio de la
historia política constituye la más adecuada preparación para el
gobierno del Estado y es la mejor maestra que, al recordarnos los
infortunios de otros, nos amonesta a soportar con firmeza los cambios de
la fortuna. Quien haya aprendido a reconocer en esto el sentido de la
historia ha de sufrir al ver curiosos viajeros y meticulosos micrólogos
trepar por las pirámides de grandes épocas pasadas. El que allí descubre
incentivos de imitación y superación no desea encontrar al ocioso que,
ávido de distracción y sensaciones, deambula en estos lugares como entre
los tesoros acumulados en una galería de pintura. Para no desfallecer y
sucumbir de disgusto, entre estos ociosos débiles y sin esperanza,
entre estas gentes que quieren parecer activas cuando no son más que
agitadas y gesticulantes, el hombre de acción mira hacia atrás e
interrumpe la marcha hacia su meta para tomar aliento. Pero su meta es
alguna felicidad; tal vez no la suya propia, muchas veces la de un
pueblo o la de la humanidad entera. Huye de la resignación y utiliza la
historia como remedio contra ella. No tiene generalmente ninguna
perspectiva de recompensa y no puede esperar más que la gloria, es
decir, la expectación de un lugar de honor en el templo de la historia
donde él, a su vez, podrá ser maestro, consolador y admonitor de la
posteridad. Porque su consigna es: lo que una vez fue capaz de agrandar
el concepto de «hombre» y llenarlo de un contenido más bello tiene que
existir siempre para ser capaz de realizar eso eternamente. Que los
grandes momentos en la lucha de los individuos forman una cadena, que
ellos unen a la humanidad a través de los milenios, como crestas humanas
de una cordillera, que para mí la cumbre de tal momento, hace largo
tiempo caducado, sigue todavía viva, luminosa y grandiosa -es la idea
fundamental de la fe en la humanidad que encuentra su expresión en la
exigencia de una historia monumental. Pero es precisamente esta
exigencia, que lo grande debe ser eterno, lo que suscita la más terrible
de las luchas. Pues todo lo demás que vive grita ¡no! Lo monumental no
debe existir -esta es la contraconsigna. La apatía rutinaria, lo que es
mezquino y bajo, que llena todo rincón del mundo, que se condensa en
torno a todo lo grande como pesada atmósfera terrestre, se interpone en
la ruta, con impedimentos y engaños, para obstaculizar, desviar y
asfixiar el camino que lo grande tiene que recorrer para llegar a la
inmortalidad. Pero esta ruta pasa por los cerebros humanos, por cerebros
de animales angustiados y efímeros, que se encuentran siempre de nuevo
ante las mismas necesidades y que tan solo con esfuerzo retrasan su fin,
y ello tan solo por corto tiempo, pues ellos, ante todo, no quieren más
que una cosa: vivir a cualquier precio. ¿Quién podría asociarlos con
esta difícil carrera de antorchas que es la historia monumental y en la
cual solo lo grandioso se perpetúa? Y, sin embargo, siempre hay algunos a
quienes la contemplación de la grandeza pasada fortifica y se sienten
llenos de entusiasmo, como si la vida humana fuera algo maravilloso y
como si el más bello fruto de esta planta amarga fuera el saber que
alguien ha atravesado ya la existencia con orgullo y fortaleza, otro con
profunda reflexión y un tercero mostrando misericordia y caridad -pero
legando todos una enseñanza: que la vida más bella es la de aquellos que
no dan alto valor a la existencia. Si el hombre común toma este corto
espacio de tiempo con tanta avidez y melancólica seriedad, aquellos
pocos, a quienes antes nos hemos referido, en su camino a la
inmortalidad y a la historia monumental, han sabido hacerlo con sonrisa
olímpica o, al menos, con sublime sarcasmo; con frecuencia descendieron a
la tumba con un sentido de ironía -pues ¿qué habría de ellos que
enterrar? Tan solo aquello que como escoria, desechos, vanidad,
animalidad, siempre los había oprimido y que ahora se hundía en el
olvido después de haber sido largo tiempo objeto de su desdén. Pero algo
perdurará: el monograma de su más íntimo ser, una obra, una acción, una
iluminación excepcional, una creación. Sobrevivirá porque ninguna
posteridad podrá prescindir de eso. En esta forma sublimada, la gloria
es algo más que el apetitoso bocado de nuestro egoísmo, como dice
Schopenhauer; es la creencia en la solidaridad y la continuidad de lo
grande de todos los tiempos y una protesta contra el cambio de las
generaciones y la transitoriedad de las cosas.
¿De qué sirve, pues,
al hombre contemporáneo la consideración monumental del pasado, el
ocuparse con lo que otros tiempos han producido de clásico y de
inusitado? Deduce que la grandeza que un día existió fue, en todo caso,
una vez posible y, sin duda, podrá, otra segunda vez, ser posible; anda
su camino con paso más firme, pues la duda que le asaltaba en momentos
de debilidad, de si estaría aspirando tal vez a lo imposible, se ha
desvanecido. Supongamos que alguien piensa que no se necesita más de
cien hombres productivos, eficientes, educados en un espíritu nuevo para
acabar con ese intelectualismo que está hoy de moda en Alemania, ¡cómo
se sentiría confortado al constatar que la cultura del Renacimiento se
edificó sobre los hombros de un centenar de tales hombres!
Y, sin
embargo -para aprender de este ejemplo inmediatamente algo nuevo-, ¡qué
arbitraria e imprecisa, qué inexacta sería tal comparación! ¡Cuántas
diferencias habría que dejar de lado para resaltar ese efecto vigoroso!,
¡de qué manera forzada habría que hacer entrar la individualidad del
pasado en un molde general, recortando ángulos y líneas relevantes, en
beneficio de la homología! En realidad, lo que una vez fue posible
podría tan solo presentarse como posible otra segunda vez, si los
pitagóricos tuvieran razón al creer que, cuando la misma conjunción de
cuerpos celestes se repite, ello supone la repetición, hasta en los más
mínimos detalles, de los mismos acontecimientos en la tierra: de suerte
que, cuando las estrellas tuvieran entre sí una cierta relación, de
nuevo un estoico colaboraría con un epicúreo para asesinar a César y,
cuando se hallaran en otra combinación, Cristóbal Colón descubriría de
nuevo América. Tan solo si la Tierra comenzase cada vez su obra teatral
después del quinto acto, si fuese posible que la misma concatenación de
motivos, el mismo deus ex machina, la misma catástrofe retornase a
intervalos regulares; tan solo entonces el poderoso tendría derecho a
desear la historia monumental en su absoluta veracidad icónica, es
decir, cada factum con su singularidad y particularidad en todo detalle:
no es probable que esto suceda hasta que los astrónomos se conviertan
de nuevo en astrólogos. Hasta ese momento, la historia monumental no
tendrá necesidad de esa plena veracidad: siempre acercará, generalizará
y, finalmente, igualará cosas que son distintas, siempre atenuará las
diferencias de motivos y ocasiones para, en detrimento de las causae,
presentar el effectus como monumental, es decir, como ejemplar y digno
de imitación, de suerte que, dado que en todo lo posible prescinde de
las causas, sin exagerar demasiado, se la podría llamar una colección de
«efectos en sí», como de eventos que tendrán efecto en todo tiempo. Lo
que se celebra en las fiestas populares, en las conmemoraciones
religiosas o militares, es, en el fondo, un tal «efecto en sí»: esto es
lo que no deja dormir a los ambiciosos, lo que los emprendedores ponen
sobre su corazón como un amuleto, y no el connexus histórico
[geschichtlich] de causas y efectos que, correctamente entendida, tan
solo probaría que, del juego de dados del azar y del futuro, nunca
podría resultar algo del todo idéntico a lo anterior.
Mientras el
alma de la historiografía consista en los grandes incentivos que
inspiran a un hombre vigoroso, mientras el pasado tenga que ser descrito
como digno de imitación, como imitable y posible otra segunda vez,
incurre, ciertamente, en el peligro de ser distorsionado, de ser
embellecido, y se acerca así a la pura invención poética; incluso hay
épocas que no son capaces de distinguir entre un pasado monumental y una
ficción mística porque exactamente los mismos estímulos pueden
extraerse de uno y otro mundo. Si la consideración monumental del pasado
impera sobre las otras formas de consideración, quiero decir, sobre la
anticuaria y la crítica, es el pasado mismo el que sufre daño: segmentos
enteros del mismo son olvidados, despreciados, y se deslizan como un
flujo ininterrumpido y gris en el que sólo facta individuales
embellecidos emergen como solitarios islotes. Las raras personas que
quedan visibles resaltan a la vista como algo antinatural y maravilloso,
como aquella cadera de oro que los discípulos de Pitágoras pretendían
haber visto en el maestro. La historia monumental engaña por las
analogías: con seductoras semejanzas, incita al valeroso a la temeridad,
al entusiasta al fanatismo y, si imaginamos esta historia en las manos y
en las cabezas de egoístas con talento y de exaltados bribones,
veríamos imperios destruidos, príncipes asesinados, guerras y
revoluciones desatadas y el número de los «efectos en sí» históricos
[geschichtlichen], es decir, los efectos sin causa suficiente, de nuevo
acrecentado. Baste esto para recordar los daños que la historia
monumental puede producir entre los hombres de acción y los poderosos,
ya sean buenos o perversos: pero imaginemos cuáles serán los efectos
cuando los impotentes y los inactivos se apoderan de ella y la utilizan.
Tomemos
el ejemplo más sencillo y frecuente. Imaginemos a personalidades no
artísticas, o débilmente artísticas, armadas y acorazadas con la
historia monumental del arte. ¿Contra quién dirigirán ahora sus armas?
Contra sus archienemigos los espíritus vigorosamente artísticos; en
otras palabras, contra aquellos que son los únicos capaces de extraer de
la historia una verdadera enseñanza, es decir, una enseñanza orientada
hacia la vida y convertir lo que han aprendido en una forma más elevada
de praxis. A estos se les obstruye el camino, se les oscurece el
horizonte cuando celosos idólatras danzan en torno a un mal comprendido
monumento de alguna gran época del pasado. Como si quisieran decir:
«¡Atención! Este es el arte auténtico y verdadero. ¿Qué os importa un
arte que todavía está en gestación y en la búsqueda de su camino?». Este
tropel de danzantes parece poseer hasta el privilegio del «buen gusto»,
pues el espíritu creador está siempre en desventaja frente al simple
espectador que se guarda muy bien de poner su mano en la tarea; así
como, en todos los tiempos, el político de casino ha sido siempre más
sabio, más justo y más reflexivo que el estadista que ejerce el poder.
Si se quisiera extender al campo del arte el uso del referéndum y del
sufragio mayoritario y se obligara al artista a defenderse ante el foro
de los estetas que nada crean, se puede jurar de antemano que sería
condenado. Y esto no a pesar de, sino precisamente porque sus jueces han
proclamado solemnemente el canon del arte monumental, es decir, el arte
que, según hemos venido exponiendo, en todas las épocas «ha producido
efecto», en tanto que todo arte que no es monumental, en cuanto es arte
del presente, les parece, en primer lugar, innecesario; en segundo
lugar, inatractivo y, finalmente, desprovisto de la autoridad de la
historia. Pero su instinto les dice que el arte puede ser asesinado por
el arte: lo monumental no debe renacer, y para impedir esto, aducen que
la autoridad de lo monumental proviene del pasado. Son expertos en el
arte porque lo quieren suprimir; se glorían de ser médicos cuando, en
realidad, suministran venenos; cultivan su lengua y su gusto para
explicar, desde su posición regalona, por qué rechazan tan
obstinadamente todos los platos de alimentación artística que le son
ofrecidos. No quieren que nazca la grandeza. Su método es decir: «Mirad,
lo que es grande ya está ahí». En realidad, esta grandeza que está ahí
les importa tan poco como la que está en trance de nacer: sus vidas dan
testimonio de ello. La historia monumental es el disfraz con el cual su
odio a los grandes y poderosos de su tiempo se presenta como una colmada
admiración por los grandes y poderosos de épocas pasadas; así
enmascarado, el sentido de esta consideración de la historia se
convierte en su opuesto. Sean o no conscientes de ello, actúan en todo
caso como si su lema fuera: dejad a los muertos que entierren a los
vivos.
Cada una de los tres modos de historia existentes se justifica
tan solo en un suelo y en un clima particulares: en cualquier otro
terreno crece como hierba devastadora. Cuando un hombre que desea
realizar algo grande tiene necesidad del pasado, se apropia de él
mediante la historia monumental; a su vez, el que persiste en lo
habitual y venerado a lo largo del tiempo, cultiva el pasado como
historiador anticuario; y solo aquel a quien una necesidad presente
oprime el pecho y que, a toda costa, quiere librarse de esa carga,
siente la necesidad de la historia crítica, es decir, de una historia
que juzga y condena. Muchos males pueden venir del trasplante imprudente
de estas especies: el que critica sin necesidad, el anticuario sin
piedad, el conocedor de la grandeza sin ser capaz de realizar grandes
cosas son tales plantas que, separadas de su suelo original y materno,
degeneran y retornan al estado salvaje.
TRES
La
historia pertenece también, en segundo lugar, a quien preserva y
venera, a quien vuelve la mirada hacia atrás, con fidelidad y amor, al
mundo donde se ha formado; con esta piedad, da gracias por el don de su
existencia. Cultivando con cuidadoso esmero lo que subsiste desde
tiempos antiguos, quiere preservar, para los que vendrán después,
aquellas condiciones en las que él mismo ha vivido -y así sirve a la
vida. Para tal alma, la posesión del patrimonio ancestral toma un
sentido diferente porque, en lugar de poseer el alma estos objetos, está
poseída por ellos. Todo lo que es pequeño, limitado, decrépito y
anticuado recibe su propia dignidad e intangibilidad por el hecho de que
el alma del hombre anticuario, tan inclinada a preservar y venerar, se
instala en estas cosas y hace en ellas un nido familiar. La historia de
su ciudad se convierte para él en su propia historia: concibe las
murallas, la puerta fortificada, las ordenanzas municipales y las
fiestas populares como una crónica ilustrada de su juventud y, en todo
esto, se redescubre a sí mismo con su fuerza, su actividad, sus
placeres, su juicio, sus locuras y sus malas maneras. Aquí se pudo
vivir, se dice a sí mismo, por tanto aquí se puede vivir y aquí se podrá
vivir, pues somos tenaces y no se nos derrumbará de un día para otro.
Con ese «nos», él se eleva, sobre la efímera y singular existencia
individual, para identificarse con el espíritu de su casa, de su
estirpe, de su ciudad. A veces saluda, a través de siglos lejanos,
oscuros y confusos, al alma de su pueblo como su propia alma. El poder
de intuir y presagiar las cosas, el detectar huellas casi extinguidas,
una instintiva facultad para leer correctamente un pasado tan recubierto
de escritos, la comprensión rápida de palimpsestos, incluso de
polipsestos -estos son sus talentos y sus virtudes. Con este espíritu
contempló Goethe el monumento de Erwin von Steinbach; en la tempestad de
su sentimiento se desgarró el velo histórico de nubes que los separaba:
por vez primera contempló la obra alemana como «actuando desde el fondo
de la fuerte y ruda alma alemana». Es la misma sensibilidad y el mismo
impulso que guió a los italianos del Renacimiento y despertó de nuevo en
sus poetas el antiguo genio itálico en una «maravillosa nueva
resonancia del arpa originaria», como dice Jacob Burckhardt.
Este
sentido anticuario de veneración del pasado tiene su más alto valor
cuando infunde un sentimiento simple y conmovedor de placer y
satisfacción a la realidad modesta, ruda y hasta penosa en que vive un
individuo o un pueblo. Niebuhr, por ejemplo, admite, con sincero candor,
que puede vivir, contento y sin añorar el arte, en bosques y campos
entre campesinos libres que tienen un pasado histórico. ¿Cómo podría la
historia servir mejor a la vida que ligando, a su tierra nativa y a sus
costumbres patrias, a las estirpes y poblaciones más desfavorecidas,
dándoles estabilidad y disuadiéndolas de que se desplacen a tierras
extrañas en busca de mejores condiciones de vida por las que han de
combatir y luchar? A veces lo que empuja al individuo a aferrarse a un
grupo o a un ambiente, a unos cansados hábitos, a unas peladas colinas,
puede parecer obstinación e ignorancia -pero es la ignorancia más
saludable y beneficiosa para la colectividad, como puede comprender
cualquiera que haya constatado los terribles efectos del afán de
aventureras emigraciones de poblaciones enteras, o el que haya visto de
cerca en qué se convierte un pueblo que ha perdido la fidelidad a su
pasado y se entrega a la busca desenfrenada y cosmopolita de lo nuevo y
de lo siempre más nuevo. El sentimiento opuesto, el bienestar del árbol
con sus raíces, la felicidad de no saberse totalmente arbitrario y
fortuito, sino proceder de un pasado del que se es heredero, la flor y
el fruto, y que así su existencia tiene una disculpa, digamos una
justificación -esto es lo que hoy se designa preferentemente como el
auténtico sentido histórico.
Pero este no es el estado en que el
hombre estaría más capacitado para convertir el pasado en ciencia pura;
de suerte que aquí también percibimos, como en el caso de la historia
monumental, que el pasado mismo sufre cuando la historia sirve a la vida
y es dominada por impulsos vitales. Para decirlo con cierta libertad
acudiendo a una metáfora: el árbol siente sus raíces más de lo que él
puede verlas; pero este sentimiento da medida de la grandeza de las
raíces a causa de la grandeza y fuerza de las ramas visibles. Si el
árbol ya en esto puede equivocarse, ¿cómo no se equivocará respecto al
bosque entero que lo rodea? Del cual solo sabe o siente algo en la
medida en que este le obstruye o favorece -pero nada más. El sentido
anticuario de un individuo, de una comunidad, de todo un pueblo, tiene
siempre un campo de visión muy limitado, no percibe la mayor parte de
los fenómenos, y los pocos que percibe los ve demasiado cerca y de forma
muy aislada. No puede evaluar los objetos y, en consecuencia, considera
todo igualmente importante y, por eso, da demasiada importancia a las
cosas singulares. Para juzgar el pasado no tiene una escala de valores
ni sentido de proporciones que realmente respondan a las relaciones de
las cosas entre sí. Su medida y proporción son siempre las que le otorga
la mirada retrospectiva, en sentido anticuario, de un individuo o de un
pueblo.
Esto crea siempre un peligro inminente: en definitiva, todo
lo antiguo y pasado que entra en este campo de visión es, sin más,
aceptado como igualmente digno de veneración; en cambio, todo lo que no
muestra, respecto a lo antiguo, esta reverencia, o sea, lo que es nuevo y
está en fase de realización, es rechazado y encuentra hostilidad. Así,
en las artes plásticas y gráficas, incluso en las griegas, toleraban el
estilo hierático junto con el estilo grande y libre; más tarde, no solo
toleraron las narices puntiagudas y las sonrisas congeladas, sino que
hasta las consideraron como un signo de refinamiento. Cuando la
sensibilidad de un pueblo se petrifica de tal suerte, cuando la historia
sirve al pasado hasta el punto de debilitar la vida presente y,
especialmente, la vida superior, cuando el sentido histórico ya no
conserva la vida sino que la momifica, entonces el árbol muere de modo
no natural, disecándose gradualmente desde la cúpula hasta las raíces
-y, generalmente, estas acaban por morir a su vez. La historia
anticuaria degenera en el momento mismo en que ya no está animada e
inspirada por la fresca vida del presente. Entonces la piedad se
marchita, la rutina erudita continúa existiendo sin la piedad y gira, en
autosatisfacción egoísta y complaciente, en tomo a su propio eje.
Entonces se observa el repelente espectáculo de una ciega furia
coleccionista, de una incesante acumulación de todo lo que una vez
existió. El hombre se envuelve en el olor de lo rancio; con esta actitud
anticuaria llega a rebajar impulsos más significativos, necesidades más
nobles, hasta convertirlos en una insaciable curiosidad o más bien en
una avidez por cosas viejas y por todo. A veces, desciende tan bajo que
se contenta con cualquier tipo de alimento y hasta devora con placer el
polvo de quisquillas bibliográficas.
Pero, incluso si esta
degeneración no se produce, aun cuando la historia anticuaria no pierda
el único terreno sobre el cual puede echar raíces en beneficio de la
vida, quedan, sin embargo, no pocos peligros, especialmente en el caso
en que toma demasiada fuerza y sofoca los otros modos de considerar el
pasado. La historia anticuaria sabe solo cómo conservar la vida, no cómo
crearla. Minusvalora siempre todo lo que está en gestación porque no
tiene para ello ningún instinto adivinatorio momo lo tiene, por ejemplo,
la historia monumental. Así, la historia anticuaria impide el optar
resueltamente por lo nuevo, paraliza al hombre de acción que, en cuanto
tal, violará siempre y debe violar cualquier tipo de piedad. El hecho de
que una cosa ha envejecido genera la pretensión de que debe ser
inmortal. Si tenemos en cuenta todo lo que tal antigüedad -una costumbre
ancestral, una creencia religiosa, un privilegio político hereditario-
ha acumulado en el curso de su existencia, esa gran suma de piedad y
veneración por parte de individuos y generaciones, parecerá arrogante, y
hasta perverso, sustituir tal antigüedad por una novedad y contraponer a
tal acumulación numérica de actos de piedad y veneración la simple
unidad de algo que todavía está en proceso de realización y es presente.
Aquí
se ve con claridad cómo el hombre con frecuencia necesita, además del
modo monumental y anticuario de considerar la historia, un tercer modo,
el modo crítico; y este también para servir a la vida. Para poder vivir,
ha de tener la fuerza, y de vez en cuando utilizarla, de romper y
disolver una parte de su pasado: esto lo logra trayendo ese pasado ante
la justicia, sometiéndolo a un interrogatorio minucioso y, al fin,
condenándolo; todo pasado merece condenación pues tal es la naturaleza
de las cosas humanas: siempre la humana violencia y debilidad han jugado
un papel importante. No es la justicia quien aquí juzga; y es, todavía
menos, la clemencia quien aquí pronuncia el veredicto: es solamente la
vida, esa potencia oscura, impulsiva, insaciablemente ávida de sí misma.
Su veredicto es siempre inclemente, siempre injusto, porque nunca
procede de una pura fuente de conocimiento; pero, en la mayor parte de
los casos, la sentencia sería idéntica, aunque fuera pronunciada por la
justicia misma, «porque todo lo que nace merece perecer. Sería, pues,
mejor que nada naciese». Se requiere mucha fuerza para poder vivir y
olvidar que vivir y ser injusto son la misma cosa. El mismo Lutero ha
dicho una vez que el mundo debía su existencia a una inadvertencia de
Dios; si Dios hubiese pensado en la «artillería pesada», no lo habría
creado. A veces, sin embargo, esta misma vida, que requiere olvidar,
exige una suspensión temporal de ese olvido. Entonces se percibe con
claridad qué injusta es la existencia de algo: de un privilegio, de una
casta, de una dinastía, por ejemplo, y hasta qué punto estas cosas
merecen perecer. Es entonces cuando se examina el pasado desde un punto
de vista crítico, entonces se ataca con el cuchillo a las raíces,
entonces se salta cruelmente sobre cualquier tipo de clemencia. Este
proceso es siempre peligroso, en realidad peligroso para la vida misma; y
los hombres y las épocas que sirven así a la vida, juzgando y
aniquilando un pasado, son siempre peligrosos y están siempre en
peligro. Puesto que somos el resultado de generaciones anteriores, somos
además el resultado de sus aberraciones, pasiones y errores y, también,
sí, de sus delitos. No es posible liberarse por completo de esta
cadena. Podemos condenar tales aberraciones y creernos libres de ellas,
pero esto no cambia el hecho de que somos sus herederos. Llegaremos, en
el mejor de los casos, a un antagonismo entre nuestra naturaleza
ancestral, hereditaria, y nuestro conocimiento o, tal vez, a la lucha de
una nueva y rigurosa disciplina contra lo que ha sido legado e
inculcado a lo largo del tiempo; cultivamos un nuevo hábito, un nuevo
instinto, una segunda naturaleza, de forma que la primera desaparezca.
Es, por así decir, una tentativa de darse a posteriori un pasado del que
se querría proceder, en contraposición a aquel del que realmente se
procede -una tentativa siempre peligrosa porque es difícil encontrar un
límite en la negación del pasado y porque las segundas naturalezas son,
generalmente, más débiles que las primeras. Sucede con demasiada
frecuencia que conocemos lo que es bueno, pero no lo realizamos porque
conocemos también lo que es mejor, sin poderlo hacer. Pero algunos
llegan, sin embargo, a ganar esta batalla, y para los que luchan, para
los que se sirven de la historia crítica para la vida, hay siempre un
notable consuelo: el saber que esta primera naturaleza fue una vez
segunda naturaleza y que toda segunda naturaleza, cuando triunfa, se
convierte, a su vez, en primera naturaleza.
CUATRO
Estos
son los servicios que la historia puede prestar a la vida. Todo
individuo, todo pueblo necesita, según sus objetivos, fuerzas y
necesidades, un cierto conocimiento del pasado, ya sea como historia
monumental, anticuaria o crítica. Pero no como lo necesitaría un tropel
de puros pensadores que no hacen más que asistir como espectadores a la
vida, o individuos sedientos de saber, que solo con el saber se sienten
satisfechos y para quienes el aumento de conocimientos es el objetivo en
sí, sino, siempre y únicamente, con vistas a la vida y, por tanto, bajo
el dominio y suprema dirección de la misma. Que esta es la natural
relación de una época, de una cultura, de un pueblo, con la historia
-relación motivada por el hambre, regulada por el grado de sus
necesidades, frenada por la fuerza plástica interna-,que el conocimiento
del pasado sea deseado en toda época solamente para servir al futuro y
al presente, no para debilitar el presente o para cortar las raíces de
un futuro vigoroso: todo esto es simple, como simple es la verdad, y
convencerá incluso a cualquiera que no pida que antes le sea presentada
la prueba histórica.
Y ahora una rápida mirada a nuestro tiempo. Nos
asustamos, nos echamos para atrás. ¿Dónde está la naturalidad, la
claridad y pureza de esa relación entre historia y vida? ¡De qué manera
tan confusa, tan exagerada e inquietante, fluctúa hoy este problema ante
nuestros ojos! La culpa ¿está en nosotros, los que contemplamos? ¿O se
habrá alterado realmente la constelación de vida e historia por la
interposición entre ellas de un astro hostil y potente? Demuestren otros
si nuestra visión es incorrecta o no: nosotros decimos lo que creemos
haber visto. Sí, un astro se ha interpuesto, efectivamente, entre la
vida y la historia, un astro brillante y magnífico, y la constelación ha
quedado realmente alterada -a causa de la ciencia, por la pretensión de
hacer de la historia una ciencia. Hoy no reina solamente la vida
dominando el conocimiento acerca del pasado: todas las barreras han sido
derribadas y todo lo que una vez fue irrumpe, como una oleada, sobre el
hombre. Todas las perspectivas se han prolongado hacia atrás, hasta
donde hubo un devenir, hasta lo infinito. Ninguna generación había visto
desplegarse un espectáculo tan inmenso como el que muestra hoy la
ciencia del devenir universal, la historia: pero lo muestra con la
peligrosa audacia de su lema: fiat veritas pereat vita.
Representemos
ahora un cuadro del proceso espiritual que, con esto, se ha
desarrollado en el alma del hombre moderno. El saber histórico fluye de
modo incesante de inagotables fuentes, lo extraño e incoherente fuerza
su camino, la memoria abre todas sus puertas, pero ello no es
suficiente, la naturaleza se esfuerza al máximo por recibir, ordenar y
honrar a estos huéspedes extraños, pero ellos mismos están en lucha unos
con otros y parece necesario que el hombre los domine y controle si no
quiere perecer él mismo en esa lucha. El habituarse a una situación tan
desordenada, tormentosa y conflictiva, gradualmente se convierte en una
segunda naturaleza aunque, sin duda, esta segunda naturaleza es mucho
más débil, más inestable y mucho menos sana que la primera. Finalmente,
el hombre moderno se mueve llevando dentro una ingente cantidad de
indigeribles piedras de conocimiento y, como en el cuento, puede
escucharse a veces su choque ruidoso dentro del estómago. Este ruido
revela la característica más íntima de este hombre moderno: el notable
contraste entre una interioridad a la que no corresponde ninguna
exterioridad y una exterioridad a la que no corresponde ninguna
interioridad, una antítesis desconocida entre los pueblos del mundo
antiguo. El saber consumido en exceso, sin hambre, incluso contra las
necesidades de uno, no actúa ya como una fuerza transformadora orientada
hacia el exterior, sino que permanece encerrado dentro de un cierto
caótico mundo interior que el hombre moderno designa, con extraña
soberbia, como su característica «interioridad». Se dice, es cierto, que
se posee el contenido y que falta solo la forma; pero esta antítesis es
del todo inapropiada cuando se trata de seres vivos. Precisamente
porque no puede ser comprendida en absoluto sin esta síntesis, nuestra
moderna cultura no es algo vivo, es decir, no es, de hecho, una
verdadera cultura sino solamente una especie de saber sobre la cultura,
se queda en una idea y en un sentimiento de la cultura, pero no surge de
ahí una resolución cultural. Por el contrario, la verdadera motivación y
lo que, como acción, se manifiesta al exterior, con frecuencia no
significa mucho más que una indiferente convención, una lamentable
imitación e, incluso, una tosca caricatura. La sensibilidad descansa en
el interior como en la serpiente que ha tragado conejos enteros y se
tiende después tranquilamente al sol evitando cualquier movimiento que
no sea indispensable. El proceso interior es ahora la cosa misma, es
decir, la «cultura» propiamente dicha. Todo el que pasa por allí desea
solo una cosa: que tal cultura no muera de indigestión. Imaginemos, por
ejemplo, a un griego ante este tipo de cultura; pensaría que para el
hombre moderno «ser culto» y «tener una cultura histórica» son
expresiones tan afines que prácticamente significan la misma cosa y solo
difieren por el número de palabras. Si él dijera que uno puede ser muy
culto y, sin embargo, carecer de formación histórica, el hombre moderno
pensaría no haber oído bien y movería la cabeza. Es que ese conocido
pueblo de un pasado no demasiado lejano, me estoy refiriendo, por
supuesto, a los griegos, durante el periodo de su mayor vigor preservó
tenazmente un sentido ahistórico; si uno de nuestros contemporáneos, por
el golpe de una vara mágica, fuera reenviado a ese mundo, probablemente
encontraría a los griegos muy poco «cultos» y esto expondría a la
pública irrisión el secreto, tan celosamente guardado, de la cultura
moderna: que nosotros, los modernos, no tenemos nada propio; tan solo en
cuanto rellenándonos y sobrerrellenándonos de épocas, costumbres,
artes, filosofías, religiones y conocimientos extraños, somos objetos
dignos de consideración, es decir, enciclopedias ambulantes, que es
como, tal vez, nos consideraría un antiguo griego transportado a
nuestros días. Pero en las enciclopedias todo el valor se encuentra
únicamente en lo que hay dentro, en el contenido, no en lo que presenta
al exterior o es encuadernación o cubierta. De modo semejante, toda la
cultura moderna es básicamente interior; en lo exterior, el impresor ha
estampado algo así como: manual de cultura interior para bárbaros
exteriores. Así, este contraste entre lo de dentro y lo de fuera hace
aparecer lo externo todavía más bárbaro de lo que sería si un pueblo
rudo se desarrollase solo por sí mismo según sus duras necesidades.
Porque ¿qué medio le queda a la naturaleza para dominar esto que la
presiona con tanta fuerza? Solamente el recurso de aceptarlo lo más
ligeramente posible para echarlo de lado y desprenderse de ello
enseguida. De esto nace el hábito de no tomar en serio las cosas reales,
de esto nace la «personalidad débil», en la cual lo real y existente
causan tan solo una ligera impresión; se acaba por tratar lo exterior de
modo más negligente y cómodo y se agranda el peligroso abismo entre
contenido y forma hasta el punto de hacerse insensible a la barbarie,
dado que la memoria está continuamente estimulada por novedades y
alimentada por una corriente de nuevas cosas dignas de ser sabidas y
susceptibles de ser cuidadosamente encasilladas en sus cajones. La
cultura de un pueblo, en contraposición a esa barbarie, fue una vez
definida, y pienso que a justo título, como unidad del estilo artístico
en todas las manifestaciones de ese pueblo. No sería correcto entender
esta definición como un contraste entre la barbarie y el estilo bello;
el pueblo, al que se atribuye una cultura, debe ser, en todos los
aspectos reales, una unidad viva y no estar miserablemente desgarrado
entre lo interno y lo externo, entre un contenido y una forma. El que
aspire a forjar y promover la cultura de un pueblo, que forje y promueva
esta unidad superior y que colabore en la destrucción de la
«culturalidad» moderna, a favor de una verdadera cultura y que ose
reflexionar cómo la salud de un pueblo, perturbada por el historicismo,
puede ser restablecida y cómo puede redescubrir sus instintos y, con
ello, su autenticidad.
Ahora quiero hablar, únicamente y de modo
directo, de nosotros, los alemanes de hoy, que estamos más afectados que
otros pueblos por esta debilidad de la personalidad y por esta
contradicción entre forma y contenido. La forma es considerada
generalmente, entre nosotros, los alemanes, como una convención, como un
disfraz y una máscara y, por, eso, si no odiada, en todo caso, no es
amada; más exacto sería decir que tenemos pavor de la palabra convención
y, todavía más, de la cosa que llamamos convención. Por temor abandonó
el alemán la escuela de los franceses: él quisiera ser más natural y, de
este modo, más alemán. Pero en ese «de este modo» parece haberse
equivocado. Habiendo abandonado la escuela de la convención, se deja ir
donde y como le empuja su capricho y, en el fondo, no ha hecho más que
reproducir, de una forma caprichosa y arbitraria y en una
semiconsciencia, lo que antes imitó escrupulosamente y, con frecuencia,
con éxito. Así, en comparación con tiempos anteriores, vivimos hoy
todavía en una convención francesa remolona e incorrecta, como lo
muestra toda nuestra manera de caminar, estar en pie, conversar, vestir y
alojarnos. Creyendo que retornábamos a la naturaleza se escogía
solamente el dejarse llevar, la comodidad y lo mínimo de superación de
sí mismo. Hágase una gira por una ciudad alemana -todo ese
convencionalismo, si se la compara con las peculiaridades nacionales de
las ciudades extranjeras, se muestra aquí en su aspecto negativo; todo
es sin color, gastado, mal copiado, descuidado, cada cual hace lo que se
le antoja, pero no según una inclinación vigorosa y rica de
pensamiento, sino siguiendo las leyes que dictan, por un lado, la prisa
general y, por otro, el afán general de comodidad. Un vestido, cuya
concepción no requiere un gran esfuerzo cerebral y cuyo diseño no lleva
mucho tiempo, es decir, un vestido tomado en préstamo del extranjero e
imitado con la mayor negligencia posible, pasa inmediatamente, entre los
alemanes, como una contribución al arte nacional del vestido. Repudian
irónicamente el sentido de la forma -pues ya tienen el sentido del
contenido: somos, en definitiva, el famoso pueblo de la interioridad.
[Innerlichkeit]
Pero existe también un famoso peligro en esa
interioridad. El contenido mismo, que se supone no es visible desde el
exterior, podría un buen día volatilizarse; exteriormente no se notaría
ni su desaparición ni su anterior existencia. Imaginemos, en todo caso,
que el pueblo alemán está lo más posiblemente alejado de este peligro:
el extranjero tendrá siempre una parte de razón al reprocharnos que
nuestro interior es demasiado débil y desorganizado para producir un
efecto exterior y darse una forma. Es cierto que esa interioridad puede
mostrarse delicada, sensible, seria, potente, profunda, buena en grado
excepcional y, tal vez, hasta más rica que la interioridad de otros
pueblos: pero, en su conjunto, sigue siendo débil porque todas estas
fibras no están entrelazadas en un nudo robusto: de suerte que el acto
visible no es el acto y la autorrevelación de la totalidad de ese
interior, sino la tímida y tosca tentativa de una u otra de estas fibras
para presentarse como la totalidad. Por eso, el alemán no puede ser
juzgado basándonos en sus acciones, y también, como individuo, tras
haber actuado, queda completamente oculto. Hay que juzgarlo, como es
sabido, por sus pensamientos y sentimientos, y estos los expresa hoy en
sus libros. Pero, precisamente, son estos libros los que, hoy más que
nunca, nos hacen dudar de la presencia real de la famosa interioridad en
su pequeño templo inaccesible. Sería terrible pensar que ella
desapareciera un día y que solo quedase, como signo distintivo de lo
alemán, su exterioridad, esa arrogantemente torpe y humildemente
desaliñada exterioridad. Casi tan terrible como si esa interioridad, sin
que ello se notase, fuera falseada, pintada y maquillada, transformada
en comediante, si no en algo peor. Esto es lo que, por ejemplo, según
sus experiencias en el campo dramático y teatral, parece deducir
Grillparzer que está a cierta distancia y reflexiona tranquilamente.
«Nosotros sentimos las cosas de forma abstracta», dice, «apenas sabemos
ya cómo se expresa el sentimiento entre nuestros contemporáneos;
nosotros le hacemos dar sobresaltos como hoy ya no se hace. Shakespeare
nos ha echado a perder a todos los modernos».
Este es un caso
singular, tal vez demasiado rápidamente generalizado. Pero ¡qué terrible
sería si tal generalización fuera justificada, si estos casos generales
se impusieran con demasiada frecuencia al observador! ¡Qué desesperante
sería tener que decir: nosotros, los alemanes, sentimos de forma
abstracta, todos hemos sido corrompidos por la historia! -una frase que
destruiría en sus raíces toda esperanza de una cultura nacional. Porque
toda esperanza de este orden surge de la creencia en la autenticidad y
en la inmediatez del sentimiento alemán, de la creencia en una
interioridad intacta.
¿Qué se puede todavía creer, qué se puede
todavía esperar cuando la fuente de la fe y de la esperanza se ha
enturbiado, cuando la interioridad ha aprendido a dar saltos, a danzar, a
maquillarse, a manifestarse con abstracciones y cálculos y a perderse
poco a poco a sí misma? Y ¿cómo el gran espíritu productivo puede
mantenerse en medio de un pueblo que ya no está seguro de su
interioridad unitaria y que se divide entre personas cultas con una
interioridad deformada y corrompida y personas incultas con una
interioridad inaccesible? ¿Cómo podrá ese espíritu mantenerse cuando la
unidad del sentimiento nacional se ha perdido, si sabe, además, que este
sentimiento está falsificado y desfigurado, precisamente en aquella
parte de la población que se considera culta y reclama para sí un
derecho al espíritu artístico nacional? Aunque acá y allá el juicio y el
gusto de algunos individuos sea más refinado y más sublime -esto no
compensa al espíritu productivo; lo aflige el hecho de tener que
dirigirse de alguna manera a una secta y ya no ser necesario en el seno
de su pueblo. Tal vez prefiere enterrar su tesoro, pues le causa
disgusto el ser pretenciosamente patrocinado por una secta cuando su
corazón está lleno de compasión para todos. El instinto del pueblo no
viene a su encuentro; será inútil que le tienda los brazos con añoranza.
¿Qué otra cosa le queda por hacer a este espíritu más que dirigir su
odio inflamado contra esas constricciones que lo obstaculizan, contra
esas barreras levantadas en la así llamada cultura de su pueblo, para
condenar, al menos como juez, lo que, para él, viviente y creador de
vida, no significa más que obstrucción y degradación? Trueca así el
divino placer del que crea y ayuda a los demás por la profunda visión de
su destino y acaba sus días como hombre de ciencia solitario, como un
sabio saturado. Es el espectáculo más doloroso. Cualquiera que lo vea
reconocerá aquí la llamada a un deber sagrado; hay que hacer algo, se
dirá, para restablecer aquella superior unidad en la naturaleza y en el
alma de un pueblo, esa escisión entre lo exterior y lo interior ha de
desaparecer de nuevo a golpes del martillo de la necesidad. ¿Qué medios
utilizará? ¿Qué le queda más que su profundo conocimiento? Exponiéndolo,
difundiéndolo, distribuyéndolo a manos llenas, espera sembrar una
necesidad, y de una vigorosa necesidad surgirá un día la acción
vigorosa. Y para no dejar ninguna duda de dónde yo tomo el ejemplo de
esta necesidad, de esta exigencia, de este reconocimiento, quiero
declarar expresamente que a lo que aspiramos, más ardientemente que a la
reunificación política, es a la unidad alemana en su más alto sentido, a
la unidad de la vida y del espíritu alemanes, una vez destruida la
contraposición entre forma y contenido, entre interioridad y
convencionalismo.
CINCO
En cinco
aspectos me parece que la sobresaturación de historia de una época puede
ser peligrosa y hostil a la vida: en primer lugar, tal exceso provoca
la oposición entre lo interno y lo externo, que anteriormente hemos
analizado, y debilita así la personalidad; en segundo lugar, hace que
una época se imagine que posee la más rara de las virtudes, la justicia,
en grado superior a cualquier otra época; por otra parte, perturba los
instintos del pueblo e impide que llegue a la madurez, tanto el
individuo como el conjunto de la sociedad; implanta, también, la
creencia, siempre nociva, en la vejez de la humanidad, la creencia de
ser fruto tardío y epígono; finalmente, induce a una época a caer en el
peligroso estado de ánimo de la ironía respecto a sí misma y, de ahí, a
la acritud todavía más peligrosa del cinismo: y, en esta actitud, una
época evoluciona más y más en la dirección de un practicismo calculador y
egoísta que paraliza y, finalmente, destruye las fuerzas vitales.
Y
volvamos ahora a nuestra primera tesis: el hombre moderno sufre de un
debilitamiento de su personalidad. El romano de la época de los Césares
se convirtió en no-romano respecto al amplio mundo que estaba a sus
órdenes, se perdió a sí mismo en la oleada de influencias extranjeras
que llegaban a Roma y degeneró en medio del carnaval cosmopolita de
dioses, artes y costumbres. Lo mismo ha de suceder al hombre moderno a
quien sus maestros en el arte de la historia presentan permanentemente
el festival de una exposición universal; se ha convertido en un
espectador que deambula y disfruta y se encuentra en una situación que
ni las grandes guerras ni las grandes revoluciones pueden alterar más
que por breves momentos. Apenas ha terminado la guerra y ya está
convertida en papel impreso con cien mil copias y presentada como
novísimo manjar a los cansados paladares de los hambrientos de historia.
Parece casi imposible lograr un tono fuerte y pleno aunque se pulsen
las cuerdas con el máximo vigor: la nota se extingue inmediatamente y en
el momento siguiente ya no se escucha más que la vibración histórica,
delicadamente volatilizada y sin fuerza. En términos de moral: no
lograréis mantener lo sublime, vuestras acciones son relámpagos
momentáneos, no el rodar de los truenos. Podéis realizar las cosas más
grandes y maravillosas: descenderán, a pesar de todo, sin canto y sin
sonido, al Orco. Porque el arte huye cuando cubrís enseguida vuestros
actos con el dosel de la historia. El que intenta comprender, calcular,
captar, en el momento en que, en prolongada conmoción, debería atenerse a
lo incomprensible como expresión de lo sublime puede ser calificado
como razonable, pero solo en el sentido en que Schiller habla de la
racionalidad de la gente razonable: no ve ciertas cosas que hasta un
niño ve, no oye ciertas cosas que hasta un niño oye; y estas cosas son
precisamente las más importantes. Puesto que no las entiende, su
comprensión es más infantil que la del niño y más simple que la
simplicidad -a pesar de las muchas inteligentes arrugas en su
apergaminado rostro y la virtuosa habilidad de sus dedos para
desenmarañar lo enmarañado. Esto significa: él ha destruido y perdido su
instinto y no puede ya, confiando en el «divino animal», dejar sueltas
las riendas cuando su intelecto vacila y su ruta atraviesa desiertos. El
individuo se vuelve así vacilante e inseguro y ya no cree en sí: se
hunde es su ensimismamiento, en su interior, que, en este caso, quiere
decir en la acumulada aglomeración de cosas aprendidas que no tienen
proyección efectiva al exterior, de erudición que no se convierte en
vida. Si miramos al exterior, se puede observar cómo la extirpación de
los instintos por obra de la historia ha transformado a los seres
humanos en casi mera abstracción y sombra: ninguno se arriesga a
presentarse tal como es sino que se enmascara como hombre culto,
científico, poeta, político. Si tocamos tales máscaras creyendo que se
trata de cosas serias y no de un juego de marionetas -pues todos ellos
afectan seriedad-, súbitamente encontramos en las manos tan solo harapos
y coloridos remiendos. Por eso, no hay que dejarse engañar más, hay que
gritarles: «¡Quitaos las chaquetas o sed lo que queréis parecer!». Todo
el que tenga auténtica seriedad no pretenderá convertirse en un
Quijote, dado que tiene mejores cosas que hacer que batallar con
presuntas realidades. Pero, en todo caso, hay que estar con los ojos
abiertos y a cada enmascarado que pasa gritar: «¡Alto! ¿Quién va?» y
arrancarle la máscara de la cara. Fenómeno extraño: uno pensaría que la
historia, ante todo, impulsaría a los hombres a ser sinceros -aunque se
trate solo de un loco sincero. Y siempre ha sido este su efecto, pero
¡ya no lo es hoy día! La cultura histórica y la burguesa chaqueta de la
universalidad reinan al mismo tiempo. Aunque nunca se había hablado en
términos tan sonoros de la «libre personalidad», ya no se ven
personalidades, y menos personalidades libres; únicamente se ven seres
humanos uniformes, ansiosamente enmascarados. El individuo se ha
retirado al interior, desde fuera ya no se observa nada. Esto nos lleva a
preguntarnos si pueden darse causas sin efectos. ¿O sería necesario una
generación de eunucos para guardar el gran harén histórico
[gestchichtlich] universal? A estos les encaja la pura objetividad.
¡Casi parece que la tarea consiste en vigilar a la historia a fin de
que, de ella, no salga nada, excepto más historia, pero nunca
acontecimientos! -que ella no ayude a que las personalidades sean
«libres», es decir, que sean sinceras consigo mismas, sinceras con los
demás, y esto en palabras y en hechos. Solo con esta veracidad saldrá a
luz la angustia, la íntima miseria del hombre moderno, y solo entonces
podrán el arte y la religión, como verdaderos portadores de auxilio,
tomar el lugar de ese angustioso ocultamiento de convencionalismo y
mascarada para, conjuntamente, implantar una cultura que corresponda a
las verdaderas necesidades y no solamente, como la cultura general de
hoy, a disimular estas necesidades y convertirse así en una mentira
cambiante.
¡En qué situaciones falsas, artificiosas y, en todo caso,
indignas, tiene que caer la más veraz de todas las ciencias, la sincera y
desnuda diosa filosofía en una época que sufre de cultura general! En
ese mundo de forzada uniformidad externa, ella se queda en docto
monólogo del paseante solitario, en fortuito botín de caza del
individuo, en secreto bien guardado del gabinete de estudios o en un
parloteo inocuo entre viejos académicos y niños. Nadie se atreve a
aplicar a sí mismo las leyes de la filosofía, nadie vive filosóficamente
con aquella simple y viril lealtad que obligaba a un antiguo a
comportarse como estoico, en cualquier sitio donde estuviera y cualquier
cosa que hiciese, si una vez había prometido fidelidad a la Stoa. Todo
el moderno filosofar es político y policiaco bajo la rienda de los
gobiernos, las iglesias, las academias, las costumbres, y reducido, por
la flojedad humana, a un barniz erudito. Se contenta con suspirar:
«¡ojalá!», o con constatar: «una vez»... La filosofía carece de todo
derecho, en el ámbito de la cultura histórica, si pretende ser algo más
que un saber restringido a los límites de la interioridad que no lleva a
la acción. Si el hombre moderno tuviese coraje y determinación, si no
fuese solamente un ser interior, incluso en sus enemistades, repudiaría
la filosofía; pero se contenta con cubrir púdicamente su desnudez. Sí,
se piensa, se escribe, se publica, se habla, se enseña filosóficamente
-hasta este punto, casi todo está permitido, pero, en el mundo de la
acción, en lo que llamamos vida real, es distinto; en este ámbito solo
una cosa es siempre permitida y todo lo demás es simplemente imposible:
así lo quiere la cultura histórica. ¿Estos son todavía hombres -se
pregunta uno-, tal vez, solamente máquinas de pensar, escribir y hablar?
Goethe
dijo una vez de Shakespeare: «Nadie ha despreciado más que él el
vestido material, pero conoce muy bien el vestido interior de los
hombres y, en esto, todos son idénticos. Se dice que ha representado de
modo espléndido a los romanos; yo no lo veo así; son puros ingleses de
carne y hueso, pero, ciertamente, son hombres; son hombres radicalmente,
a los que también sienta muy bien la toga romana». Yo me pregunto si
sería posible representar como romanos a nuestros literatos, figuras
populares, funcionarios, políticos actuales. Simplemente esto no sería
posible, pues no son hombres, sino solo compendios ambulantes y, por así
decir, abstracciones concretas. Si tienen carácter y un estilo propio,
todo eso está tan profundamente encerrado que nada sale a la luz del
día; si son hombres, lo son solo para aquel que «indaga las vísceras».
Para los demás son algo distinto: no hombres, no dioses, no animales,
sino creaciones de cultura histórica, pura estructura, imagen, forma sin
contenido demostrable, desafortunadamente mala forma y, además,
uniforme. Mi tesis puede, pues, ser así entendida y ponderada: Tan solo
las fuertes personalidades pueden soportar la historia; los débiles son
barridos completamente por ella. Esto se debe a que la historia confunde
al sentimiento y a la sensibilidad cuando estos no son suficientemente
robustos para medir el pasado con su rasero. Aquellos que no se atreven a
fiarse de sí mismos, sino que instintivamente acuden a la historia en
busca de ayuda y le preguntan: «¿Qué debo yo sentir en esta situación?»,
por puro temor acaban por convertirse en comediantes y juegan un papel
y, con frecuencia, más bien muchos papeles; por lo cual, juegan cada uno
de esos papeles mal y superficialmente. Poco a poco desaparece toda
congruencia entre el hombre y su campo histórico; vemos a petulantes
estudiantuelos tratar a los romanos como si estos últimos fueran sus
iguales; excavan y remueven los restos de los poetas griegos como si se
tratara de corpora prestos para la disección y fueran tan vilia como
pueden ser sus propios despojos literarios. Suponiendo que uno habla de
Demócrito, siempre me viene a los labios la pregunta: ¿por qué no
Heráclito?, ¿o Filón?, ¿o Bacon?, ¿o Descartes?, ¿o cualquier otro? Y,
además, ¿por qué precisamente un filósofo?, ¿por qué no un poeta, un
orador? Y ¿por qué ha de ser un griego y no un inglés, un turco? ¿No es
el pasado suficientemente vasto para poder encontrar algo que no os haga
parecer tan ridículos? Pero, como ya se ha dicho, se trata de una
generación de eunucos y, para el eunuco, una mujer es lo mismo que otra y
solamente mujer, la mujer en sí, lo eternamente inaccesible -poco
importa entonces lo que hagáis mientras la historia misma quede
preservada en su bella objetividad, es decir, guardada por aquellos que
son incapaces de hacer historia. Y, como el eterno femenino nunca os
elevará, lo arrastáis hacia abajo y en vuestro carácter de neutra tomáis
también a la historia como un neutrum. Para que nadie piense que yo
equiparo en serio la historia con el eterno femenino, quiero
expresamente declarar que yo la considero, al contrario, como el eterno
masculino. Pero para aquellos que están del todo impregnados por la
«cultura histórica», debe resultar indiferente una cosa u otra: ellos
mismos no son masculinos ni femeninos, ni siquiera communia, sino
siempre meros neutra o, para expresarme en términos más cultos,
simplemente los eternamente objetivos.
Cuando las personalidades han
sido eliminadas, en la manera descrita, y reducidas a carencia eterna de
sujeto o, como se dice, a objetividad, nada puede ya afectarlas. Pueden
producirse cosas buenas y justas como acciones, poesía, música.
Inmediatamente, el hombre culto y vacío de sustancia pasa sobre la obra y
pregunta por la historia del autor. Si este tiene otras obras en su
haber, debe exponerle inmediatamente la trayectoria anterior y la
probable evolución en el futuro, se compara su obra con las de otros, es
criticada en cuanto a la elección del tema y tratamiento del mismo, se
la descompone para reconstruirla cuidadosamente de nuevo y, finalmente,
se presentan objeciones y críticas al conjunto. Aunque sucedan las cosas
más sorprendentes, siempre el bando de los neutrales históricos está en
su sitio, prestos a supervisar al autor desde la lejanía. El eco
resuena inmediatamente, pero siempre en forma de «crítica», pues, un
momento antes, el crítico no había ni soñado que el acontecimiento fuera
posible. No se llega nunca a un efecto real sino siempre solamente a
una «crítica», y la crítica, a su vez, no produce ningún efecto sino que
es tan solo objeto de otras críticas. Se conviene en considerar muchas
críticas como signo de un resultado positivo y pocas como un fracaso.
Pero básicamente, a pesar de este tipo de «efecto», todo continúa como
antes: durante un tiempo hay un nuevo tema de conversación que es
después reemplazado por otro, pero, entretanto, se hace lo que siempre
se ha hecho. La cultura histórica de nuestros críticos no permite que se
produzca un efecto en el verdadero sentido de la palabra, es decir, un
efecto sobre la vida y sobre la acción. A la tinta más negra aplican
enseguida el papel secante y emborronan el más bello diseño con sus
toscos brochazos que hacen pasar por correcciones: y de nuevo todo se
queda en eso. Pero la pluma crítica jamás deja de correr, porque ellos
han perdido todo control sobre ella y son guiados por ella, en lugar de
guiarla. Es precisamente en esta inmoderación de sus desbordamientos
críticos, en esta falta de autocontrol, en lo que los romanos llaman
impotentia, donde se revela la debilidad de la personalidad moderna.
SEIS
Pero
dejemos esta debilidad. Volvamos, más bien, a una fuerza muy celebrada
del hombre moderno con la pregunta, sin duda penosa, de si, por razón de
su famosa «objetividad» histórica, tiene derecho a llamarse fuerte, es
decir, justo, en un grado superior respecto a los hombres de otras
épocas. ¿Es cierto que esa objetividad tiene su origen en una intensa
necesidad y anhelo de justicia? O bien, siendo un efecto de causas
distintas, ¿se limita a despertar la ilusión de que la justicia es la
verdadera causa de tal efecto? ¿,No nos está seduciendo tal vez hacia un
prejuicio pernicioso, por demasiado halagüeño, respecto a las virtudes
del hombre moderno? -Sócrates consideraba que era un mal que bordeaba la
locura el imaginarse a sí mismo en posesión de una virtud que realmente
no se posee; y, ciertamente, tal presunción es más peligrosa que la
ilusión contraria de sufrir un defecto o un vicio. Pues, en el último
supuesto, es posible, en todo caso, mejorar; pero, en el primero, los
hombres y las épocas van cada día a peor -lo cual aquí significa ser más
injustos.
En realidad, nadie tiene en mayor grado derecho a nuestra
admiración que el que posee el impulso de la justicia y la fuerza para
realizarla. Porque en la justicia se reúnen y encierran las virtudes más
altas y raras como en un mar insondable que recibe y absorbe los ríos
que vienen de todas direcciones. La mano del justo que ha de pronunciar
una sentencia no tiembla cuando mantiene la balanza; implacable respecto
a sí mismo, coloca una pesa tras otra, sus ojos no se turban al ver los
platillos subir o descender y su voz no suena dura ni quebrada cuando
pronuncia el veredicto. Si fuera un frío demonio del saber, difundiría
en torno a sí la helada indiferencia de una majestad sobrehumanamente
terrible que nos inspiraría temor más bien que veneración; pero que sea
un ser humano que trata, sin embargo, de alzarse desde una duda
indulgente a la certeza rigurosa, de la clemencia tolerante al
imperativo «tú debes», de la rara virtud de la generosidad a la más rara
de todas las virtudes, la justicia, que él se asemeje ahora a aquel
demonio, cuando no era, desde el principio, más que un pobre hombre y,
sobre todo, que deba, en todo momento, expiar en sí mismo por su
humanidad y consumirse trágicamente por una virtud imposible -todo eso
lo eleva a una altitud solitaria como el ejemplo más digno de la raza
humana. Quiere la verdad, pero no solamente como un saber frío y
estéril, sino como juez que ordena y castiga; la verdad, no como
posesión egoísta del individuo, sino como sagrada legitimación para
eliminar todas las barreras de la posesión egoísta; la verdad, en una
palabra, como juicio universal y no como presa capturada y placer del
cazador individual. Tan solo en cuanto el hombre verídico tiene la
voluntad incondicional de ser justo hay algo grande en esa aspiración a
la verdad que, en todas partes, tan irreflexivamente se glorifica. Para
ojos menos clarividentes, una gran cantidad de los más diversos
impulsos, como curiosidad, miedo al aburrimiento, envidia, vanidad,
pasión por el juego -impulsos que con la verdad nada tienen que
ver-,confluyen con aquella aspiración a la verdad que tiene su raíz en
la justicia. El mundo parece así lleno de «servidores de la verdad». Sin
embargo, la virtud de la justicia está raramente presente y es todavía
más raro que sea reconocida y, casi siempre, es mortalmente odiada, en
tanto que el cortejo de aparentes virtudes ha estado en todo tiempo
rodeado de pompa y honores. Pocos son los que, de hecho, sirven a la
verdad, porque pocos son los que poseen la pura voluntad de ser justos, y
menos todavía los que tienen la fuerza para poder serlo. No es, en
absoluto, suficiente el tener solo la voluntad: los más terribles
sufrimientos que ha padecido la humanidad han sido causados precisamente
por aquellos que tenían el impulso de hacer justicia pero no tenían
discernimiento. Por eso, nada hay que promueva más el bienestar general
que el sembrar, con la mayor difusión posible, las semillas del
discernimiento a fin de que se pueda distinguir al fanático del juez y
al afán ciego de ser juez de la capacidad consciente de poder juzgar.
Pero ¿dónde podrá encontrarse un medio de implantar discernimiento? Los
hombres, cuando se les habla de verdad y de justicia, se quedan siempre
en una temerosa incertidumbre sobre si es un juez o es un fanático quien
se dirige a ellos. Por eso, habrá que disculparlos cuando han acogido
siempre con particular benevolencia a aquellos «servidores de la verdad»
que no poseen ni la voluntad ni la fuerza de juzgar y que se dedican a
la tarea de buscar el conocimiento «puro y sin consecuencias» o, más
explícitamente, la verdad que no lleva a ningún resultado. Hay gran
número de verdades indiferentes, hay problemas cuyo correcto
enjuiciamiento no requiere un esfuerzo; mucho menos un sacrificio. En
este dominio indiferente e intrascendente, un hombre puede convertirse
en frío demonio del saber. A pesar de todo!, aun cuando, en tiempos
especialmente favorables, cohortes enteras de eruditos e investigadores
se transformen en tales demonios -existe, por desgracia, siempre la
posibilidad de que tal época carezca de una profunda y rigurosa
justicia, es decir, del núcleo más noble del así llamado impulso a la
verdad.
Dirijamos ahora nuestros ojos al virtuoso histórico del
presente. ¿Es el hombre más justo de su tiempo? Es cierto que ha
desarrollado en sí tal delicadeza y tal sensibilidad que nada humano le
es ajeno. Las épocas y personas más diversas resuenan inmediatamente en
su lira con tonos afines; se ha convertido en un resonador pasivo que, a
su vez, transmite sus vibraciones a otros seres pasivos de su especie
hasta que, por fin, toda la atmósfera de una época queda llena de estas
resonancias delicadas y similares que se entrecruzan. Me parece, sin
embargo, que solo se escuchan los armónicos superiores del sonido
fundamental de la historia. Lo que hay de áspero y potente en el
original no puede adivinarse en el sutil y agudo tono de estas cuerdas.
El tono original suscitaba acciones, dificultades, terrores; este nos
arrulla y nos convierte en afeminados epicúreos. Es como si la sinfonía
heroica se hubiese adaptado para dos flautas y para el disfrute de
fumadores de opio que flotan en sueños. Con esto podemos valorar cuál es
la posición de estos virtuosos en lo referente a la pretensión suprema
del hombre moderno, la pretensión hacia una más pura y más elevada
justicia; esta virtud no tiene nada de afable, no conoce emociones
excitantes, es una virtud dura y terrible. En comparación con ella, ¡qué
bajo queda, en la escala de las virtudes, incluso la magnanimidad que
es la cualidad de unos pocos y raros historiadores! Pero mucho más
numerosos son aquellos que llegan tan solo a la tolerancia, a reconocer
la validez de aquello que no puede negarse, a un ajustamiento y un
moderado y benévolo retoque, suponiendo astutamente que el lector
inexperto interpretará como un signo de equidad el hecho de que el
pasado se narre básicamente sin acentos duros y sin expresión de odio.
Pero solo la fuerza superior puede juzgar, la debilidad debe tolerar, a
menos que quiera fingir fortaleza y convertir en comediante a la
justicia cuando se asienta en el tribunal. Queda todavía una terrible
categoría de historiadores: caracteres competentes, rigurosos y honestos
-pero cabezas estrechas. En ellos se encuentra la voluntad de ser
justos así como el pathos de actuar como jueces, pero sus veredictos son
falsos por casi las mismas razones por las que son falsos los
veredictos de los jurados ordinarios. ¡Qué improbable es que aparezca
con frecuencia el talento histórico! Para no hablar de los encubiertos
egoístas y de los sectarios que, al mal juego que ellos juegan, dan un
gran aire de objetividad. Y prescindamos también de esas gentes
totalmente irreflexivas que, cuando escriben como historiadores, lo
hacen en la ingenua creencia de que su propia época tiene razón en todas
las opiniones populares y que escribir, de acuerdo con esa época,
equivale a ser justos; creencia en la que vive toda religión y sobre la
cual, en el caso de las religiones, no hay más que decir. Estos ingenuos
historiadores llaman «objetividad» al hecho de medir las opiniones y
actos del pasado por las opiniones corrientes del momento: aquí
encuentran ellos el canon de todas las verdades; su tarea es adaptar el
pasado a la trivialidad actual. Llaman, en cambio, «subjetiva» a toda la
historiografía que no tiene como canon estas opiniones populares.
Y
¿no puede haber encerrada una ilusión hasta en la más alta acepción de
la palabra «objetividad»? Con esta palabra se entiende un estado en que
el historiador observa un acontecimiento con todos sus motivos y
consecuencias con tal pureza que este no ha de ejercer efecto alguno
sobre su subjetividad. Es semejante a ese fenómeno estético, ese
desprendimiento de todo interés personal con que el pintor, en un
paisaje de tormenta con relámpagos y truenos o sobre un mar agitado,
contempla tan solo la imagen en su propio interior; se entiende la
completa inmersión en los objetos. Pero es una superstición creer que la
imagen que, en una persona así dispuesta, suscitan las cosas, reproduce
la esencia empírica de las cosas. ¿O es que vamos a suponer que, en
tales momentos, los objetos se imprimen, se copian, se retratan, se
fotografían, por así decir, por sí mismos sobre una naturaleza puramente
pasiva?
Esto sería mitología y, además, mala mitología; sería
también olvidar que este momento es precisamente el momento creador más
vigoroso y más original en el alma del artista, un momento de suprema
concepción cuyo resultado será una obra verdadera en el plano artístico,
no en el plano histórico. Concebir la historia con esta objetividad es
el callado trabajo del dramaturgo, es decir, pensar todas las cosas en
una relación recíproca, enlazar los acontecimientos aislados con la
totalidad sobre el supuesto de que hay que implantar una unidad de plan
en las cosas cuando esta no se encuentra ya inherente en las mismas.
Así es como el hombre extiende sus redes sobre el pasado y lo domina,
así se manifiesta su instinto artístico -pero no su instinto de verdad y
de justicia. La objetividad y el espíritu de justicia son dos cosas
enteramente diferentes. Se puede imaginar una historia que no tuviese
una gota de verdad empírica común y que podría, sin embargo, aspirar al
más alto grado de objetividad. Sí, Grillparzer llega incluso a decir:
«¿Qué es la historia sino la manera que tiene el espíritu humano de
interpretar los acontecimientos que le son impenetrables, relacionar
cosas que solo Dios sabe si tienen relación entre sí, sustituir lo
incomprensible por algo comprensible, introducir sus nociones de
finalidad exterior en un todo que no conoce, sin duda, más que una
finalidad interior e, inversamente, suponer el azar donde actúan mil
pequeñas causas? Todos los hombres tienen simultáneamente necesidades
individuales, de suerte que millones de tendencias corren paralelas, en
líneas curvas o derechas, las unas junto a las otras, se entrecruzan, se
apoyan, se obstaculizan mutuamente, avanzan, retroceden, de suerte que
unas toman, respecto a las otras, el carácter de cosa fortuita y resulta
imposible demostrar, fuera de los efectos de los fenómenos naturales,
la existencia de una necesidad de conjunto que englobe la totalidad de
lo que acontece». Pero es exactamente tal necesidad, como resultado de
esa visión objetiva de las cosas, lo que debe salir a la luz. Este es un
supuesto que, cuando enunciado por un historiador como artículo de fe,
tan solo puede tomar una forma extravagante. Schiller lo tiene muy
claro, respecto a la naturaleza esencialmente subjetiva de este
supuesto, cuando dice del historiador: «Un fenómeno tras otro empieza a
desprenderse del azar ciego, de la libertad sin ley, para integrarse,
como un elemento adecuado, en un todo armónico -que, en realidad, solo
existe en su representación - como parte integrante de él». Pero ¿qué
pensar de la afirmación expresada con tanta fe, que oscila
artificiosamente entre la tautología y el contrasentido, de un célebre
virtuoso de la historia: «En realidad todos los gestos y actos humanos
están sujetos al silencioso y, con frecuencia, inadvertido pero potente e
irresistible curso de las cosas»? En una afirmación de este estilo no
se observa tanto una verdad empírica cuanto una simple falsedad; como en
la frase del jardinero cortesano de Goethe: «Se puede forzar a la
naturaleza, pero nunca obligarla», o aquella inscripción de un barracón
de feria de que habla Swift: «Aquí se puede ver el elefante más grande
del mundo con excepción de él mismo». Porque, ¿qué diferencia puede
haber entre los hechos y gestos humanos y el curso de las cosas? Me
resulta extraño el hecho de que historiadores, como el que acabamos de
citar, apenas tienen ya nada que enseñar desde el momento en que se
elevan a lo abstracto dejando ver, a través de sus oscuridades, el
sentimiento de su debilidad. En otras ciencias, las generalidades
constituyen lo esencial en cuanto contienen las leyes de la ciencia,
pero si proposiciones como las antes citadas quieren pasar por leyes, se
podría objetar que el trabajo del historiador sería perdido, porque lo
que queda de fórmulas de este género, después de deducir ese residuo
oscuro e irreductible de que hemos hablado, es bien conocido y hasta
trivial, pues salta a los ojos de cualquiera, aun en el ámbito más
limitado de experiencias. Pero incomodar a naciones enteras y dedicar
años de penosos estudios a este esfuerzo sería como si, en las ciencias
de la naturaleza, se acumulara experimento sobre experimento cuando la
ley ya ha sido suficientemente probada en los experimentos existentes.
Tal insensato exceso de experimentos, según Zöllner, sufren hoy las
ciencias naturales. Si el valor de un drama consistiera solamente en la
idea básica y en su conclusión, este drama mismo no sería más que el
largo, tortuoso y fatigante camino de lograr su objetivo; y así, espero
que la historia podrá ver su significado no en las ideas generales, que
serían como la flor y el fruto, sino que su valor consista precisamente
en glosar de modo inteligente un tema conocido, tal vez corriente, una
melodía cotidiana y, alzándolo, elevarlo al rango de símbolo universal,
haciendo así sentir, en el tema original, todo un mundo entero de
profundidad, poder y belleza.
Para lograr esto se necesita, ante
todo, una gran potencia artística, una alta elevación creadora, un
sumergirse con amor en los datos empíricos, elaborar poéticamente el
desarrollo de los datos dados -para ello se requiere ciertamente
objetividad, pero como cualidad positiva, pues, con frecuencia, la
objetividad no es más que una palabra. En lugar de la calma
relampagueante en lo interior, exteriormente inmóvil y oscura, viene la
afectación de la calma; lo mismo que la carencia de pathos y de fuerza
moral suele disfrazarse de observación fría y penetrante. En ciertos
casos, la banalidad del sentimiento, la sabiduría vulgar, que solo por
su aburrimiento producen la impresión de la calma, de la
imperturbabilidad, osan salir fuera y hacerse pasar por ese estado
artístico, en el cual el sujeto queda silencioso y enteramente
inadvertido. Se busca entonces todo lo que no provoca ninguna emoción, y
la palabra más árida es exactamente la más justa. Se llega incluso a
suponer que precisamente aquel, a quien no concierne en absoluto un
momento del pasado, es el llamado a describirlo. Así actúan
frecuentemente los filólogos respecto a los griegos: estos no les
interesan para nada, y eso es lo que también se llama «objetividad».
Precisamente allí, donde ha de ser expuesto lo más alto y menos
frecuente, resulta más irritante ese intencionado y ostentoso
desligamiento, esa artificiosa, pobre y superficial motivación -sobre
todo, cuando es la vanidad del historiador la que lo impulsa a asumir
esta indiferencia que se reviste de objetividad. Por lo demás,
tratándose de tales autores, hay que motivar el propio juicio más
básicamente partiendo del principio de que cada hombre tiene más vanidad
cuanto menos inteligencia. No, ¡sed, al menos, sinceros! No busquéis la
apariencia de la fuerza artística que realmente pueda ser llamada
objetividad; no busquéis la apariencia de la justicia si no os sentís
llamados a la terrible vocación de ser justos. Como si la tarea de cada
época fuera ser justos con todo lo que una vez existió! Las épocas y
generaciones no tienen jamás el derecho de erigirse en jueces de todas
las anteriores épocas y generaciones. Tan solo a los individuos, y a los
más excepcionales entre ellos, incumbe esta misión ingrata. ¿Quién os
obliga a juzgar? ¡Debéis preguntaron si es que podéis ser justos, aunque
queráis serlo! Como jueces debéis estar en lugar más alto que aquellos
que son juzgados, pero la única cualidad que podéis alegar es que habéis
llegado después de ellos. Los invitados que llegan los últimos a un
banquete han de contentarse con los últimos puestos; y vosotros,
¿queréis ocupar los primeros? Realizad, al menos, algo grande y sublime;
entonces tal vez se os dará un puesto aunque seáis los últimos en
llegar.
Solo desde la más poderosa fuerza del presente se puede
interpretar el pasado. Tan solo con el máximo esfuerzo de vuestras más
nobles cualidades adivinaréis lo que del pasado es grande y digno de ser
conocido y preservado. Lo semejante con lo semejante. De lo contrario,
rebajaréis el pasado hasta vosotros. No creáis en una presentación de la
historia que no proceda de la mente de los espíritus más distinguidos. Y
siempre podréis reconocer cuál es la calidad de estos espíritus cuando
necesitan exponer una proposición universal o reformular algo que es de
todos conocido. El verdadero historiador debe tener la fuerza de acuñar
en algo insólito lo que es de todos sabido y de proclamar generalidades,
en forma tan simple y profunda, que la simplicidad hace olvidar lo
profundo y lo simple hace olvidar la profundidad. Nadie puede ser, al
mismo tiempo, un gran historiador, un artista y una cabeza vacía. Por
otra parte, tampoco hay que despreciar a los trabajadores que acarrean,
supervisan y clasifican los materiales de la historia porque ellos no
podrán llegar a ser grandes historiadores; pero todavía menos debemos
confundirlos con estos últimos, más bien hay que comprenderlos como
necesarios colaboradores y obreros al servicio del maestro. Así, por
ejemplo, los franceses, con más ingenuidad que la que sería posible
entre los alemanes, suelen hablar de los historiens de M. Thiers. Estos
trabajadores pueden llegar a ser grandes eruditos, pero, por eso mismo,
no pueden convertirse en maestros. Un gran erudito y una gran memo -son
cosas que más fácilmente pueden encontrarse bajo un mismo sombrero.
Tan
solo el hombre de experiencia, el hombre superior, puede escribir la
historia. El que no haya vivido algo más grande y elevado que todos los
demás no podrá tampoco expresar nada grande y elevado del pasado. La voz
del pasado es siempre la voz de un oráculo. Tan solo si eres arquitecto
del futuro y conocedor del presente la comprenderás. Hoy se explica la
tan profunda y amplia influencia de Delfos especialmente porque los
sacerdotes délficos eran exactos conocedores del pasado. Es tiempo de
reconocer que solo el que construye el futuro tiene derecho a juzgar el
pasado. Mirando hacia delante, poniendo ante vosotros una gran meta, al
mismo tiempo dominaréis ese exuberante impulso analítico que hoy devasta
el presente y hace casi imposible toda calma, todo pacífico crecer y
madurar. Elevad en vuestro entorno la valla de una grande y amplia
esperanza, una empresa henchida de esperanzas. Formad en vosotros una
imagen a la que se ha de conformar el futuro y olvidad la creencia
supersticiosa de ser epígonos. Tenéis bastante para ponderar e inventar
al reflexionar sobre la vida del futuro, pero no pidáis a la historia
que os indique el cómo y con qué medios. Si, en cambio, penetráis en las
vidas de los grandes hombres, de ellas aprenderéis el supremo
mandamiento de aspirar a la madurez y escapar de la paralizante
educación de la época presente que ve su utilidad en no dejaros madurar
para dominar y explotar a los inmaduros. Y, si buscáis biografías, que
no sean aquellas cuya portada dice: «El señor tal y cual y su tiempo»,
sino aquellas que deberían llevar por título: «Un luchador contra su
tiempo». Saciad vuestras almas en Plutarco y osad creer en vosotros
mismos al creer en sus héroes. Con un centenar de tales individuos,
educados de forma no moderna, es decir, maduros y habituados a lo
heroico, se puede hoy reducir a eterno silencio toda la ruidosa
seudocultura de nuestro tiempo.
SIETE
El
sentido histórico, cuando opera sin freno y desarrolla todas sus
consecuencias, quita las raíces al futuro, pues destruye las ilusiones y
priva a las cosas existentes de la única atmósfera en que pueden vivir.
La justicia histórica, aun cuando se practique eficazmente y con la más
pura intención, es una terrible virtud porque siempre mina y destruye
las cosas vivientes: su juzgar es siempre una aniquilación. Si detrás
del impulso histórico no impera un impulso constructivo, si no se
destruye y se desescombra para que un futuro, vivo en nuestras
esperanzas, pueda levantar su casa sobre el suelo ya despejado, si la
justicia impera sola, el instinto creador se debilita y desalienta. Una
religión, por ejemplo, que haya de ser convertida en saber histórico
bajo el imperio de la pura justicia, una religión que deba ser entendida
totalmente como un objeto de ciencia, al final de esta operación
quedará reducida a nada. La razón es que, en la verificación histórica,
salen a luz tantas cosas falsas, rudas, inhumanas, absurdas y violentas
que inevitablemente se pierde la atmósfera de piadosa ilusión en la que
solo puede vivir todo aquello que quiere vivir. Pero solo en el amor,
solo a la sombra de la ilusión del amor, crea el hombre, es decir, solo
en la fe incondicional en la perfección y en la justicia. Si se fuerza a
alguien a no amar de modo incondicional, se le cortan las raíces de su
fuerza: quedará disecado, es decir, ya no será sincero. Al producir
tales efectos, la historia es la antítesis del arte. Tan solo cuando la
historia soporta ser transformada en obra de arte, en pura obra
estética, podrá eventualmente conservar y hasta despertar instintos.
Pero una tal historiografía sería del todo opuesta al carácter analítico
y nada artístico de nuestra época y sería vista como una falsificación.
Una historia que solo destruye, sin estar guiada por un íntimo impulso
constructivo, a la larga desnaturaliza y embota sus instrumentos: tales
hombres destrozan ilusiones y «el que destruye la ilusión en sí y en
otros es castigado por la naturaleza, que es el más severo de los
tiranos». Es cierto que, durante un tiempo, puede uno ocuparse de la
historia de forma totalmente ingenua y despreocupada, como si fuera una
ocupación tan buena como cualquier otra. En particular, la moderna
teología parece que, por pura ingenuidad, se ha dedicado a la historia y
ahora apenas se da cuenta de que, al hacerlo así, probablemente muy
contra su voluntad, se pone al servicio del «écrasez» de Voltaire. No
hay que suponer detrás de todo esto nuevos y vigorosos instintos
constructivos, a menos que se quiera considerar a la afamada Liga
protestante como la matriz de una nueva religión y al jurista
Holtzendorf (editor y prologuista de la todavía más afamada Biblia
Protestante) como un San Juan en el río Jordán. Tal vez, por cierto
tiempo, la filosofía hegeliana, que todavía humea en algunas viejas
cabezas, servirá a la propagación de esa ingenuidad, por ejemplo,
distinguiendo la «idea del cristianismo» de sus múltiples e imperfectas
«ideas fenomenales» y se convence a sí misma de que el «impulso de la
idea» es manifestarse en formas siempre cada vez más puras y, por
último, en su forma más pura y transparente, en realidad ya apenas
visible, en el cerebro del actual theologus liberalis vulgaris. Pero
cuando estos cristianismos superpurificados se expresan sobre los
cristianismos impuros del pasado, el oyente no iniciado tiene con
frecuencia la impresión de que, en realidad, no se está hablando del
cristianismo, sino de -¿de qué entonces? O ¿qué debemos pensar cuando el
«máximo teólogo del siglo» designa al cristianismo como la religión que
permite «comprender intuitivamente todas las religiones existentes y
algunas otras que son meramente posibles», y cuando dice que la
«verdadera iglesia» debería ser «una masa fluida en la que no hay
contornos definidos, en que cada parte está a veces aquí, a veces allá, y
en la que todas las cosas se mezclan pacíficamente»? -Una vez más, ¿qué
es lo que podemos pensar?
Lo que puede aprenderse respecto al
cristianismo es que, bajo el efecto de un tratamiento historizante
palidece y se desnaturaliza hasta el punto que un tratamiento
perfectamente histórico, es decir, equitativo, lo disuelve en un puro
conocimiento sobre el cristianismo y, con ello, lo destruye. Se puede
estudiar este mismo proceso en todas las cosas que tienen vida: dejan de
vivir cuando han sido totalmente seccionadas y viven una vida enfermiza
y dolorosa en cuanto se empieza a practicar en ellas el ejercicio de la
disección histórica. Hay hombres que creen en una fuerza curativa,
revolucionaria y reformadora de la música alemana para los alemanes:
reaccionan con cólera y consideran, como un ultraje contra lo que es más
vital en nuestra cultura, el hecho de que hombres como Mozart y
Beethoven sean acribillados por todo el docto furor de los biógrafos, y
forzados, por el torturante aparato de la crítica histórica, a responder
a mil preguntas impertinentes. Aquello que, en sus efectos vitales,
todavía no está agotado, ¿no quedará prematuramente suprimido o, al
menos, paralizado, cuando dirigimos nuestra curiosidad a los
innumerables detalles microscópicos de las obras o de las vidas de los
autores, y vamos en busca de problemas cognoscitivos allí donde
deberíamos aprender a vivir y olvidar todos los problemas? Transportemos
en nuestra imaginación a algunos de estos modernos biógrafos al lugar
de nacimiento del cristianismo o de la reforma luterana. Su sobria y
pragmática curiosidad no tendría otro resultado que hacer imposible toda
actio in distans espiritual: así es como el más pequeño animal puede
impedir que tenga existencia el roble más robusto al devorar la bellota.
Todo ser viviente necesita una atmósfera en su entorno, un aura
misteriosa; si se le quita esta envoltura, si se condena a una religión,
a un arte, a un genio a girar como un astro sin atmósfera, no habrá que
admirarse de que muy pronto se esterilice. Así sucede con todas las
grandes cosas
«que nunca se logran sin cierta ilusión»,
como dice Hans Sachs en Los maestros cantores.
Pero
todo pueblo, todo individuo que quiere llegar a la madurez necesita que
le recubra esa ilusión, esa nube que lo protege y envuelve; sin
embargo, hoy se odia la madurez en todas sus formas porque se venera más
la historia que la vida. Sí, se triunfa por el hecho de que hoy « a
ciencia comienza a dominar sobre la vida». Es posible que esto llegue a
ocurrir, pero, ciertamente, una vida controlada de esta manera no
valdría gran cosa porque es mucho menos vida y garantiza mucho menos la
vida para el futuro que la vida que dominaba, no a través del saber,
sino por instintos y robustas ilusiones.
Pero esta no será, como
antes se ha dicho, la época de las personalidades armoniosas, completas y
maduras, sino más bien del trabajo colectivo más utilitario posible.
Esto únicamente significa: los hombres deben ser adaptados a los
objetivos de la época, de suerte que estén dispuestos al trabajo lo
antes posible; deberán trabajar en la fábrica de la utilidad general
antes de estar maduros y que, de esta forma, no lleguen a madurar -pues
esto sería un lujo que sustraería una gran cantidad de fuerza «al
mercado de trabajo». Hay pájaros a los que se ciega para que canten
mejor: yo no pienso que los hombres de hoy canten mejor que sus
antepasados, pero sé que han sido cegados bien tempranamente. El medio
atroz que se emplea para cegarlos es una luz demasiado brillante,
demasiado repentina, demasiado cambiante. Los jóvenes son empujados, a
golpes de látigo, a través de los milenios. Jovenzuelos que no entienden
nada de lo que es una guerra, una gestión diplomática, una política
comercial son considerados dignos de ser introducidos en la historia
política. Pero, como el joven corre a través de la historia, así
corremos nosotros, los modernos, a través de las galerías de arte, así
escuchamos conciertos. Sentimos bien que esto suena distinto de aquello,
que eso tiene un efecto diferente que lo otro: perder progresivamente
ese sentido de extrañeza, no sorprenderse ya excesivamente de nada y,
finalmente, aceptar todo -a esto se viene llamando sentido histórico,
cultura histórica. Para expresamos sin eufemismos: la masa de
impresiones que irrumpe es tan potente, lo sorprendente, lo bárbaro y lo
violento irrumpe con tal presión, «acumulado en horribles montones»,
sobre el alma juvenil que esta tan solo puede salvarse con el recurso de
una intencionada obtusidad. Sobre una conciencia más fina y vigorosa se
produce, sin duda, otro sentimiento: el hastío. El joven se ha
encontrado de tal forma sin raíces que duda de todas las costumbres y
todos los conceptos. Ahora sabe que, en cada época, las cosas son
diferentes, poco cuenta lo que uno es. En una melancólica indiferencia
deja pasar ante sí una opinión tras otra y comprende lo que sentía
Hölderling al leer la obra de Diógenes Laercio sobre la vida y
enseñanzas de los filósofos griegos: «Aquí he experimentado de nuevo
algo que me ha sucedido varias veces antes: que el carácter transitorio y
cambiante de los sistemas y pensamientos humanos me resulta más trágico
que los destinos que generalmente se toman como la única realidad». No,
tal historizar, tan desbordante, ensordecedor y violento, no es,
ciertamente, indispensable para la juventud, como muestra el ejemplo de
los antiguos; más aún, es extremadamente peligroso como lo muestra el
ejemplo de los modernos.
Pero consideremos ahora al estudiante de
historia, heredero de una apatía que se ha hecho visible casi desde la
adolescencia. Ya ha asimilado y hecho suyo el «método» de trabajo
personal, la técnica adecuada y el tono distinguido a la manera del
maestro. Todo un pequeño capítulo del pasado, del todo aislado, ha caído
víctima de su sagacidad y del método que ha aprendido; ya ha producido,
o, para utilizar una expresión más ambiciosa, ha «creado»; por su
acción se ha convertido en servidor de la verdad y señor en el campo
mundial de la historia. Si, como adolescente, ya estaba «preparado»,
ahora está superpreparado: basta solo sacudirlo y los frutos de su
sabiduría caerán, como en cascada, en nuestras manos; pero la sabiduría
está podrida y cada manzana tiene su gusano. Podéis creerme: si los
hombres están forzados a trabajar y ser útiles en la fábrica de la
ciencia antes de madurar, en poco tiempo la ciencia misma se arruina,
como sucede con los esclavos que son explotados prematuramente en esa
fábrica. Lamento que sea necesario servirse de la jerga de los dueños de
esclavos y patronos para describir unas condiciones que, en principio,
deberían concebirse libres de utilitarismo y al abrigo de las
necesidades de la existencia; pero, involuntariamente, las palabras
«fábrica», «mercado de trabajo», «oferta», «utilización» -y toda la
terminología auxiliar del egoísmo- acuden a los labios cuando se quiere
hablar de la más moderna generación de doctos. La sólida mediocridad
será siempre más mediocre, la ciencia, en sentido económico, siempre más
utilitaria. Los doctos más recientes, en realidad, no son sabios más
que en un solo punto, pero, en este, son más sabios que todos los
hombres del pasado; en todos los demás puntos son inmensamente distintos
-para hablar con todas las reservas- de todos los doctos de viejo cuño.
Sin embargo, piden para sí honores y privilegios como si el Estado y la
opinión pública estuvieran obligados a aceptar que sus monedas nuevas
tengan el mismo valor que las antiguas. Los carreteros han hecho entre
sí un contrato de trabajo y decretado que el genio es superfluo -con eso
han marcado a cada carretero con el sello de genio. Probablemente, una
época posterior, al contemplar sus edificios, verá que son el resultado
de un acarreo, pero no una construcción. A los que incansablemente
tienen en la boca los modernos gritos de batalla y sacrificio «¡División
del trabajo! ¡En fila!» hay que decirles rotundo y claro: queréis
promover la ciencia lo más rápidamente posible, así la aniquilaréis
también enseguida de la misma manera que perece una gallina a la que se
fuerza, con medios artificiales, a poner huevos con demasiada rapidez.
Es cierto que, en los últimos decenios, la ciencia ha progresado con
rapidez sorprendente; pero contemplad también a los científicos, esas
gallinas exhaustas. No son, verdaderamente, naturalezas «armónicas»;
pueden solamente cacarear más que nunca porque ponen huevos con más
frecuencia, pero, en realidad, los huevos son cada vez más pequeños
(aunque los libros son cada vez más gruesos). Como último y natural
resultado de este proceso tenemos la «popularización», tan aceptada por
todos (junto con el afeminamiento e infantilización) de la ciencia, es
decir, el lamentable cortar el traje de la ciencia a la medida del
cuerpo de un «público medio», para designar una actividad de sastres con
un lenguaje de sastrería. Goethe veía en este proceso un abuso y quería
que las ciencias no actuasen sobre el mundo exterior más que a través
de una praxis superior. Las antiguas generaciones de científicos
consideraban tal abuso, con buenas razones, gravoso y molesto. Los
científicos de hoy tienen, igualmente, buenas razones para encontrarlo
fácil, dado que ellos mismos, con excepción de un pequeño reducto del
saber, son parte de ese público medio y llevan en sí sus necesidades.
Tan solo necesitan instalarse confortablemente en alguna parte y abrir
el pequeño campo de su especialidad a esa impulsiva curiosidad de un
público medio. A este acto de comodidad se pretende después dar el
nombre de «modesta condescendencia del docto hacia su pueblo» cuando, en
realidad, el docto desciende a su propio nivel, no en cuanto es docto
sino en cuanto es pueblo. Cread para vosotros la idea de un «pueblo»: no
la podréis pensar suficientemente noble y elevada. Si habéis pensado
del pueblo con grandeza, seréis también misericordiosos con él y os
libraréis de ofrecerle ese brebaje histórico como elixir de vida y
refrigerio. Pero, en el fondo, lo tenéis en poca estima porque no podéis
tener un sincero y profundo respeto por su futuro y actuáis como
pesimistas prácticos, es decir, como aquellos, guiados por el
presentimiento de desastre, que se vuelven indiferentes y ajenos
respecto al bienestar de otros, e incluso al bienestar de ellos mismos.
¡Con tal que la tierra nos continúe soportando! Y si deja de
soportarnos, también eso estará bien -esos son sus sentimientos, y viven
una existencia irónica.
OCHO
Puede
parecer extraño, pero no contradictorio, que a una época que tiende tan
ruidosa e insistentemente a la más desenfrenada exaltación de la cultura
histórica, yo atribuya, sin embargo, una especie de consciencia irónica
de sí misma, un difuso presentimiento de que no hay verdaderamente
motivo para el júbilo, un temor de que tal vez muy pronto tendrán fin
todos los placeres del conocimiento histórico. Un enigma semejante,
respecto a personalidades individuales, nos ha presentado Goethe en su
notable caracterización de Newton: encuentra, en el fondo (o, para
expresarnos más exactamente, en la cima) de su ser, «un oscuro
presentimiento de estar en un error», una expresión, observable solo en
raros momentos, de una conciencia justiciera superior que ha llegado a
una perspectiva irónica sobre su innata y necesaria naturaleza.
Precisamente entre las personas con sentido histórico mayor y más
elevado, encontramos una toma de conciencia, con frecuencia atenuada por
un escepticismo general, de lo incongruente y supersticioso que resulta
el creer que la educación de un pueblo debe estar tan dominada por la
historia como lo está hoy; pues, en realidad, los pueblos más vigorosos
en acciones y obras lo han vivido de otra manera y educaron de otro modo
a su juventud. Pero a nosotros -esa es la objeción de los escépticos-
nos conviene esa superstición, esa absurdidad, a nosotros, los
tardíamente llegados, los últimos anémicos retoños de generaciones
alegres y potentes, a quienes se refiere la profecía de Hesíodo: un día
los hombres nacerán de repente con los cabellos grises y Zeus aniquilará
la raza en cuanto aparezca este signo. La cultura histórica es también,
en realidad, una especie de encanecimiento innato, y aquellos que
llevan en sí este signo desde la infancia llegan a creer instintivamente
en la vejez de la humanidad. A la edad senil corresponde una actividad
de viejos que consiste en mirar hacia atrás, pasar revista, hacer
balance, buscar consuelo en el pasado mediante la memoria; en resumen:
cultura histórica. Pero la especie humana es tenaz y obstinada y rehúsa
que se consideren sus pasos -hacia delante y hacia atrás- en milenios,
ni apenas en cientos de milenios; en otras palabras, rehúsa
absolutamente ser observada según la perspectiva del punto atómico
infinitamente pequeño que es el hombre individual. ¿Qué significan,
pues, un par de milenios (o, en otros términos, el espacio de tiempo de
34 vidas humanas consecutivas, calculando en 60 años cada una) para que
se hable del comienzo de este periodo como «juventud» y de su final como
«vejez de la humanidad»? ¿No se oculta más bien, en esta paralizante
creencia en una humanidad ya hacia su ocaso, el malentendido de una
concepción cristiano-teológica heredada del medioevo, el pensamiento en
un fin próximo del mundo, en el cercano juicio final, esperado con
angustia? ¿No es esta concepción, con maquillaje diferente, la
exacerbada necesidad histórica de juzgar como si nuestra época, la
última de las posibles, estuviera autorizada a convocar un juicio de
todo el pasado que la creencia cristiana, no esperaba en modo alguno del
hombre, sino del «hijo del hombre»? Antes, este memento mori dirigido
tanto a la humanidad como al individuo particular, era un siempre
tormentoso aguijón y como la cima del saber y de la conciencia
medievales. El lema que se presenta como antítesis en los tiempos
modernos, memento vivere, suena todavía, para hablar abiertamente, más
bien timorato, no se grita con plena voz y casi parece poco sincero. La
humanidad está todavía sólidamente establecida en el memento mori y este
hecho se traduce en su necesidad universal de historia. A pesar de sus
potentes aleteos, el saber no ha podido remontarse al cielo abierto, le
ha quedado un profundo sentimiento de desesperanza y ha tomado esa
coloración histórica con la que está hoy melancólicamente ensombrecida
toda la educación y cultura superiores. Una religión que, de todas las
horas de una vida humana, considera la última la más importante, que
predice el fin de la vida en la tierra y condena a todos los seres
vivientes a vivir el quinto acto de la tragedia, estimula, ciertamente,
las fuerzas más profundas y nobles, pero es hostil a todo intento de
plantar semillas de lo nuevo, a todo experimento audaz, a toda
aspiración libre; se resiste a todo vuelo hacia lo desconocido porque no
ve nada que amar ni que esperar allí: tan solo acepta, contra su
voluntad, que el porvenir se imponga, para, en el momento justo,
apartarlo o sacrificarlo como una seducción de la existencia o un engaño
sobre su valor. Lo que hicieron los florentinos, cuando bajo el efecto
de las predicaciones de penitencia de Savonarola organizaron aquellas
famosas quemas de cuadros, manuscritos, espejos y lámparas, el
cristianismo quiere hacerlo con toda cultura que estimula a seguir
adelante y tiene por lema ese memento vivere; y cuando no es posible
hacer esto por vía directa, sin rodeos, es decir, con prepotencia, logra
igualmente su objetivo aliándose con la cultura histórica, normalmente
sin que esta última sea consciente de ello y, hablando por boca de esta,
rechaza con un encogimiento de hombros todo lo que está en proceso de
devenir y lo envuelve en el estigma de cuanto es tardío y epígono, en
suma, en el estigma de los que nacen con el pelo encanecido. La áspera y
profundamente seria reflexión sobre todo lo que ha sucedido, sobre el
hecho de que el mundo está ya maduro para el juicio final, se ha
volatilizado en la concepción escéptica de que, en cualquier caso, es
bueno conocer todo lo que ha acontecido porque es demasiado tarde para
hacer algo mejor. Así es como el sentido histórico hace pasivos y
retrospectivos a sus servidores, y los que están atacados por la fiebre
histórica se vuelven activos tan solo en momentos de olvido, cuando ese
sentido histórico tiene una pausa; y tan pronto como una acción está
realizada, es disecada de forma que el análisis reflexivo se pone a
seccionar la operación y a impedir, con la reflexión analítica, que
tenga efectos posteriores y, finalmente, la reduce a pura «historia». En
este sentido, vivimos todavía en la Edad Media, la historia sigue
siendo todavía una teología encubierta; de igual modo, la veneración del
iletrado por la casta científica es una veneración heredada del clero.
Lo que antes se daba a la Iglesia se da hoy, si bien con más parsimonia,
a la ciencia. Pero el hecho de que se dé es atribuible a la Iglesia, no
al espíritu moderno que, al contrario, no obstante sus otras buenas
cualidades, es notoriamente avaro y un tanto desmañado cuando se trata
de la noble virtud de la generosidad.
Puede que esta consideración no
agrade, al igual que el intento de deducir el exceso de historia de ese
memento mori medieval y de la desesperanza, que el cristianismo lleva
en el corazón, respecto a todos los tiempos venideros de la existencia
terrena. Que alguien sustituya la explicación, que yo expongo aquí, no
sin reservas, por otra mejor, pues el origen de la cultura histórica
-así como su intrínseca y totalmente radical contradicción con el
espíritu de un «tiempo nuevo», de una «conciencia moderna»-, ese origen
debe, a su vez, ser reconocido como histórico. La historia debe, ella
misma, resolver el problema de la historia, el saber debe volver el
propio aguijón contra sí mismo. Este triple debe constituye el
imperativo del espíritu del «tiempo nuevo», en el caso de que haya en él
algo realmente nuevo, potente, prometedor de vida y original. O sería
cierto que nosotros, los alemanes -para dejar fuera de juego a los
pueblos latinos-, en todas las cuestiones superiores de cultura estamos
destinados a ser únicamente «descendientes» por el simple hecho de que
no podemos ser otra cosa. Así lo ha expuesto Wilhelm Wackernagel en una
proposición digna de toda consideración: «Nosotros, los alemanes, somos
un pueblo de epígonos; con toda nuestra ciencia superior, con nuestras
creencias, somos siempre tan solo los sucesores del mundo antiguo;
incluso aquellos, que con espíritu de hostilidad se oponen, respiran
constantemente, junto con el espíritu del cristianismo, el espíritu
inmortal de la cultura clásica antigua y, si alguien lograse eliminar
estos dos elementos de la atmósfera vital que rodea al hombre interior,
no quedaría mucho para sostener todavía una vida espiritual». Pero, aun
cuando aceptásemos con gusto este destino de ser descendientes de la
Antigüedad y nos decidiéramos a tomar esta tarea vigorosamente en serio y
con grandeza, haciendo de este vigor nuestro único y distintivo
privilegio -a pesar de esto, estaríamos obligados a preguntamos si
nuestro destino sería el ser siempre los discípulos de la Antigüedad
declinante. Un día u otro nos sería permitido fijarnos una meta
progresivamente más alta y más lejana, en un momento u otro, deberíamos
poder gloriarnos de haber recreado en nosotros -también mediante nuestra
historiografía universal- el espíritu de la civilización
romano-alejandrina de modo tan excelente y fructífero que, como máxima
recompensa, podamos proponernos la tarea todavía más grande de remontar
este mundo alejandrino y, más allá de él, en el antiguo mundo griego,
buscar nuestros modelos de lo excelso, de lo natural y de lo humano.
Allí encontraremos también la realidad de una cultura esencialmente
ahistórica y, a pesar de ello, o más bien por eso, indeciblemente rica y
llena de vida. Aunque nosotros, alemanes, no fuéramos más que herederos
-por el hecho de considerar esa cultura como una herencia que podemos
hacer propia, no podríamos tener un destino más grande y del que nos
pudiéramos sentir más orgullosos que el ser precisamente herederos.
Con
esto, quiero decir una cosa y solamente una: que la idea, con
frecuencia penosa, de ser epígonos, pensando con grandeza, puede
garantizar, tanto al individuo como a un pueblo, grandes resultados y
expectativas de futuro cargadas de esperanza; al menos, en cuanto nos
consideramos herederos y descendientes de las prodigiosas potencias
clásicas y, en ellas, vemos nuestro honor y nuestro estímulo. No como
los frutos tardíos, anémicos y atrofiados de generaciones vigorosas
llevando una vida precaria de anticuarios y enterradores de esas
generaciones que nos precedieron. Tales frutos tardíos viven una
existencia irónica. El aniquilamiento sigue, como pisándole los talones,
el curso tambaleante de su vida; tiemblan ante eso cuando se recrean
con el pasado, pues ellos son memorias vivientes y su recordar no tiene
sentido si, a su vez, no tienen herederos. Los agobia el sombrío
presentimiento de que su vida es una injusticia, pues ninguna vida
posterior la puede justificar.
Pero imaginemos que estos tardíos
anticuarios de repente cambian su penosamente irónica modestia por una
impudicia. Veamos cómo proclaman con voz estridente: nuestra estirpe ha
llegado ahora a su apogeo, pues tan solo ahora ha llegado al
conocimiento de sí misma y se ha revelado a sí misma -el resultado sería
un espectáculo en el cual se reflejaría, como en una parábola, el
enigmático significado para la cultura alemana de cierta filosofía bien
famosa. Creo que no ha habido ninguna desviación o cambio peligrosos de
la cultura alemana de este siglo que no hayan resultado más peligrosos
todavía por la formidable influencia, hasta este momento todavía en
avance, de esa filosofía, es decir, de la filosofía hegeliana. En
realidad es un pensamiento entristecedor y paralizante el creerse el
epígono de todos los tiempos; pero terrible y destructivo debe parecer
cuando un día, en una audaz inversión, tal creencia deifica a este fruto
tardío como el verdadero sentido y propósito de todo lo que
anteriormente ha acontecido; cuando su sapiente miseria se identifica
con la culminación de la historia universal. Tal concepción ha habituado
a los alemanes a hablar del «proceso del mundo» y a justificar su
propia época como el resultado necesario de este proceso del mundo. Esta
manera de considerar las cosas ha colocado a la historia en el puesto
de las otras fuerzas espirituales, arte y religión, como única soberana
en cuanto ella es «el concepto que se realiza a sí mismo», «la
dialéctica de los espíritus de los pueblos» y «el juicio universal».
Esta
historia, entendida al modo hegeliano, ha sido llamada, en son de
burla, la marcha de Dios sobre la tierra, aunque este Dios, por su
parte, es solo un producto de la historia. Pero es dentro de las seseras
hegelianas donde este Dios se hizo transparente y comprensible a sí
mismo y ha ascendido, por todos los grados dialécticamente posibles de
su devenir, hasta esta autorrevelación: de modo que para Hegel, el ápice
y punto final del proceso del mundo coinciden con su propia existencia
berlinesa. Mirándolo bien, Hegel hasta tendría haber dicho que todo lo
que viniera después de él debería, en realidad, considerarse tan solo
como una coda musical del rondó histórico universal [weltgeschichtlich]
o, más exactamente todavía, como algo superfluo. No lo ha dicho. Sin
embargo, ha implantado, en las generaciones impregnadas por su
filosofía, esa admiración por el «poder de la historia» que
prácticamente se transforma en todo momento en pura admiración del éxito
y lleva a la idolatría de lo efectivo; un culto, respecto al cual se
emplea hoy generalmente la fórmula muy mitológica y, además, muy
alemana: «Amoldarse a los hechos» [Thatsachen]. Pero el que ha aprendido
a doblar el espinazo y bajar la cabeza ante el «poder de la historia»
acabará por decir mecánicamente, a la manera china, sí a todo poder, sea
este un gobierno, una opinión pública o una mayoría numérica, y moverá
sus miembros exactamente al ritmo en que tal poder tire de los hilos. Si
todo éxito contiene dentro de sí una necesidad racional, si todo
acontecimiento es la victoria de lo que es lógico y de la «idea»
-¡entonces pongámonos rápidamente de rodillas y vayamos arrodillados por
todos los «escalones del éxito»! ¡Qué! ¿No habría más mitologías
dominantes ¡Qué! ¿Las religiones estarían en agonía? Mirad, pues, la
religión del poder histórico, ¡prestad atención a los sacerdotes de la
mitología de las ideas y a sus rodillas magulladas! ¿No están, de hecho,
todas las virtudes en el cortejo de esta nueva fe? ¿Y no es un signo de
abnegación el hecho de que el hombre histórico se deje transformar en
espejo objetivo? ¿No es magnanimidad el renunciar a toda violencia, en
el cielo y en la tierra, por el hecho de que, en toda violencia, se
adora la violencia en sí? ¿No es un signo de justicia el tener siempre
la balanza del poder en la mano y observar minuciosamente cuál de los
dos platillos desciende por ser más fuerte y pesado? Y ¡qué escuela de
decoro es tal concepción de la historia! Tomar todo objetivamente, no
irritarse por nada, no amar nada, comprenderlo todo, ¡cómo hace a uno
flexible y suave todo esto! Y si alguna vez alguien, educado en esta
escuela, llega a irritarse y exponer su cólera en público, nos
alegraremos por ello, pues sabemos que solo se pretende un efecto
artístico; es ira y studium, pero totalmente sine ira et studio.
¡Qué
anticuados pensamientos tengo en el corazón contra tal complejo de
mitología y virtud! Pero deben ser expresados aunque solo hagan reír.
Diré, pues, que la historia enseña siempre: «érase una vez», la moral:
«tú no debes» o «tú no debías haber». Así se convierte la historia en un
compendio de inmoralidad efectiva. Pero sería un grave error si
simultáneamente considerásemos la historia como juez de esta inmoralidad
fáctica. Es algo, por ejemplo, que ofende a la moral el hecho de que un
Rafael tuviera que morir cuando tenía 36 años: un ser así no debería
morir. Si queréis venir en ayuda de la historia como apologistas de los
hechos, diríais: Rafael expresó todo lo que tenía dentro de sí; si
hubiera vivido más tiempo, hubiera podido crear repetidamente la misma
belleza, pero no una nueva belleza, y cosas semejantes. Así os convertís
en abogados del diablo al tomar como vuestro ídolo el éxito, el hecho, y
el hecho es siempre estúpido y, en todo tiempo, ha sido más semejante a
una vaca que a un dios. Como apologistas de la historia, la ignorancia
es vuestra inspiración: en realidad, tan solo porque no sabéis qué cosa
es una natura naturans como la de Rafael, os deja indiferentes el saber
que él vivió una vez y nunca más volverá a vivir. Recientemente alguien
nos ha querido enseñar que Goethe a sus ochenta y dos años había agotado
todas sus capacidades. Pero yo cambiaría con gusto carretas enteras de
vidas jóvenes y ultramodernas por algunos años de este Goethe «agotado»,
para poder todavía tener parte en diálogos como aquellos que él
mantenía con Eckermann y preservarme así de todas las enseñanzas
actuales de los legionarios del momento. Ante tales muertos, ¡qué pocos
vivos tienen derecho a la vida! Que los muchos viven y aquellos pocos no
viven más no es otra cosa que una verdad brutal, una irremediable
estupidez, un tosco «esto es así» frente a la moral que dice: «no
debiera ser así». Cierto, ¡contra la moral! Porque cualquiera que sea la
virtud de que se hable: justicia, generosidad, valor, sabiduría,
compasión -en todas partes, el hombre es virtuoso, en cuanto se rebela
contra la ciega fuerza de los hechos, contra la tiranía de lo real y se
somete a leyes que no son las leyes de esas fluctuaciones de la
historia. Nada siempre contra la corriente histórica, ya sea que combata
sus pasiones como los hechos estúpidos más cercanos de su existencia o
porque se compromete a ser sincero, mientras la mentira teje en torno a
él sus brillantes redes. Si la historia no fuera más que «el sistema
universal de la pasión y el error», el hombre debería leer en ella como
Goethe aconsejaba que se leyera el Werther, como si la historia gritase:
«¡Sé hombre y no me sigas!». Pero afortunadamente la historia
salvaguarda también la memoria de los grandes luchadores contra la
Historia, es decir, contra la fuerza ciega de lo real y exponiéndose a
sí misma a la acusación de exaltar como auténticas naturalezas
históricas precisamente aquellas que se cuidaron poco del «así es» para
seguir con sereno orgullo un «debe ser así». No el llevar a la tumba a
su generación, sino fundar una nueva generación -eso los impulsa
incansablemente hacia delante; y si ellos mismos nacieron como epígonos
-hay un arte de vivir que hace olvidar esto-, las generaciones venideras
los conocerán solo como anticipadores.
NUEVE
¿Es
tal vez nuestro tiempo un tal anticipador? En realidad, la vehemencia
de su sentido histórico es tan grande y se expresa de un modo tan
universal y tan ilimitado que las épocas futuras exaltarán, en esto al
menos, su naturaleza anticipadora -suponiendo, en todo caso, que haya
épocas futuras entendidas en el sentido cultural. Pero, precisamente en
esto, subsiste una grave duda. Estrechamente asociada al orgullo del
hombre moderno está la ironía sobre sí mismo, la consciencia de que debe
vivir en un estado de ánimo historizante y, a la vez, crepuscular, su
temor de que no sea capaz de salvaguardar para el futuro nada de sus
esperanzas y sus energías juveniles. Aquí y allá algunos van todavía más
lejos en la dirección del cinismo y justifican el curso de la historia,
toda la evolución universal, como algo exclusivamente para la utilidad
diaria del hombre moderno según el canon cínico: tenía que suceder
exactamente como ahora sucede y el ser humano no podía llegar a ser
diferente de lo que es hoy; sería inútil oponerse a esta fatalidad. Los
que no pueden soportar la ironía se refugian en el bienestar de este
tipo de cinismo; además, el último decenio les ofrece como regalo una de
sus más bellas invenciones, una fórmula rotunda y plena para describir
este cinismo: designa ese arte de vivir de acuerdo con la época y de
modo absolutamente irreflexivo «el abandono total de la personalidad al
proceso del mundo». ¡La personalidad y el proceso del mundo! ¡El proceso
del mundo y la personalidad de la pulga! ¡Si, al menos, no hubiera que
escuchar eternamente la hipérbole de todas las hipérboles, la palabra
mundo, mundo, mundo, cuando sinceramente no habría que decir más que
hombre, hombre, hombre! ¿Herederos de los griegos y romanos? ¿Herederos
del cristianismo? A los cínicos esto no les dice nada. Pero ¡herederos
del proceso del mundo, cumbre y meta del proceso del mundo! ¡El sentido y
solución de todos los enigmas del devenir expresados en el hombre
moderno, el fruto más maduro del árbol de la ciencia! -Yo llamo a esto
un sublime sentimiento; este distintivo permite reconocer a los
adelantados de todos los tiempos, aun cuando hayan sido los últimos en
llegar. La concepción de la historia nunca ha volado tan alto, ni aun en
sueños, pues ahora la historia de la humanidad es tan solo la
continuación de la historia de los animales y las plantas; en lo más
profundo de los mares encuentra el universalista histórico sus propios
rasgos bajo forma de légamo viviente; mirando como un milagro el
formidable camino que el hombre ya ha recorrido hasta el presente,
siente vértigo frente al milagro todavía más sorprendente del hombre
moderno que puede abarcar con la mirada este camino. Se alza, alto y
soberbio, sobre la pirámide del proceso del mundo y, al poner en lo más
alto la clave de bóveda de su conocimiento, parece gritar a la
naturaleza que está a la escucha en su entorno: «Hemos llegado a la
cima, somos la cima, somos la naturaleza llegada a su perfección».
Arrogante
europeo del siglo XIX, pierdes la cabeza. Tu saber no completa la
naturaleza, tan solo destruye la tuya. Mide, compara la altura de tus
conocimientos con la pequeñez de tus posibilidades. En el rayo luminoso
de tu saber ciertamente subes hasta el cielo, pero desciendes también
hasta el caos. Tu forma de caminar, es decir, de remontarte como hombre
de ciencia, es tu destino. A tus pasos el suelo sólido se reblandece en
incertidumbres, tu vida no está apoyada en pilares, hay tan solo telas
de araña que va desgarrando cada nuevo avance de tu saber. Pero basta de
hablar en tono tan serio, pues podemos ocuparnos de cosas más
divertidas.
El frenético y alocado prurito de despedazar y
descomponer todos los fundamentos, de disolverlos en un devenir que
siempre fluye y se derrite, el incansable desmenuzar e historizar todo
lo que ha sucedido, por parte del hombre moderno, la gran araña en el
nudo de la red cósmica -todo esto puede ocupar e inquietar al moralista,
al artista, al hombre religioso e, incluso, al político. Pero nosotros
nos contentamos hoy con divertirnos mirando todo esto en el relumbrante
espejo mágico de un parodista filosófico, en cuya cabeza la época ha
tomado conciencia irónica de sí misma y esto con una claridad que
«bordea lo demencial» (para hablar a la manera de Goethe). Hegel nos ha
enseñado que, «cuando el espíritu da un salto, los filósofos también
estamos presentes». Nuestra época ha dado un salto hacia la autoironía
y, ¡ah!, entonces ahí estaba presente E. von Hartmann para escribir su
famosa filosofía del inconsciente -o para decirlo más claramente-, su
filosofía de la ironía inconsciente. Rara vez se ha leído una invención
más divertida y una travesura más filosófica que la de Hartmann. Aquel
que, con esta lectura, no queda esclarecido e íntimamente alumbrado
sobre el tema del devenir es alguien verdaderamente maduro para el
«haber sido». El comienzo y la meta del proceso del mundo, desde las
primeras fases de la conciencia hasta el retorno a la nada, junto con la
tarea, precisamente determinada, de nuestra generación en el proceso
del mundo, todo esto salido de esa ingeniosa fuente de inspiración que
es el inconsciente y bañado en un luz apocalíptica; todo esto imitado de
modo tan engañoso y con tan sincera seriedad como si realmente se
tratase de seria filosofía y no de una filosofía para bromear. Tal
conjunto convierte a su creador en uno de los primeros parodistas de
todos los tiempos. Sacrifiquemos, pues, en su altar, sacrifiquémosle, al
inventor de una verdadera panacea universal, un rizo de pelo -para
tomar prestada de Schleiermacher una de sus expresiones admirativas.
¿Qué medicina podría ser más efectiva, contra el exceso de cultura
histórica, que la parodia hartmanniana de toda la historia universal?
Para
expresar secamente lo que Hartmann proclama desde el trípode humeante
de la ironía inconsciente, habría que decir que, según él, nuestra época
debe ser exactamente tal como es si la humanidad ha de llegar un día
hasta el hastío de la existencia. Nosotros lo creeríamos de buen grado.
La horrible osificación de nuestra época, ese incansable tableteo de
osamentos -que David Strauss nos ha descrito ingenuamente como
hermosísima realidad [Thatsächlichkeit]-, Hartmann la justifica no solo
basándose en el pasado, ex causis efficientibus, sino también apoyándose
en el futuro, ex causa fïnali. El pícaro, desde el día del juicio
final, proyecta luz sobre nuestro tiempo y aparece entonces que nuestro
tiempo es perfecto, es decir, óptimo para aquel que quiere sufrir lo más
duramente posible la indigestabilidad de la vida y para quien, en su
deseo, el juicio final no llega con suficiente rapidez. Hartmann llama a
la época a que la humanidad se acerca la «edad viril». Pero, si
seguimos su descripción, es el estado feliz, en el cual no hay más que
«sólida mediocridad» y el arte será «lo que un espectáculo burlesco» es,
digamos, para el agente de bolsa de Berlín, en el que «los genios no
serán ya necesarios, porque eso equivaldría a echar perlas a los cerdos
o, incluso, porque la época ha ido, más allá de la fase en que se
precisaban los genios, a otra fase más importante», es decir, a ese
estadio de la evolución social en el que todo trabajador «con un horario
de trabajo que le deja tiempo libre suficiente para su formación
intelectual, tendrá una existencia confortable». Pícaro de pícaros, tú
están dando voz a los anhelos de la presente humanidad, pero tú sabes
también qué espectro aparecerá al final de esta época de la humanidad,
como resultado de aquella formación intelectual en la sólida mediocridad
-el hastío. Sin duda, nuestra situación es del todo lamentable, pero en
el futuro será peor todavía, «el anticristo va extendiendo claramente
su esfera de influencia» -pero esto debe ser así, debe suceder así, pues
con todo esto estamos en el mejor camino -para sentir hastío con todo
lo existente. «Por tanto, marchemos adelante, con paso vigoroso, en el
proceso del mundo, como trabajadores de la viña del Señor, pues tan solo
este proceso es lo que puede conducirnos a la liberación».
¡La viña
del Señor! ¡El proceso! ¡A la liberación! ¿Quién no ve y quién no siente
aquí esa cultura histórica que solo conoce la palabra «devenir», que
aquí se disfraza deliberadamente de monstruosidad paródica que, tras esa
máscara grotesca, dice sobre sí misma las cosas más petulantes? Porque
¿qué pide, en suma, a los trabajadores de la viña, esta última pícara
llamada? ¿En qué tarea deben seguir ellos con empeño? O, para
preguntarlo de otra manera, ¿qué le queda por hacer al hombre con
cultura histórica, al moderno fanático del proceso, que nada y se ahoga
en el río del devenir hasta que pueda un día cosechar el hastío, la
exquisita uva de esa viña? No tiene que hacer más que continuar viviendo
como ha vivido, continuar amando lo que ha amado, continuar odiando lo
que ha odiado y continuar leyendo el periódico que siempre ha leído;
para él solo existe un pecado -vivir de modo diferente a como hasta
ahora ha vivido. Pero el modo como ha vivido nos lo enseña, con
deslumbrante claridad, en letras esculpidas en piedra, aquella famosa
página cuyas proposiciones, impresas en grandes caracteres, dejan en
ciego éxtasis y arrebatado frenesí a toda la escoria cultural
contemporánea porque creían leer en esas frases su propia justificación,
una justificación esclarecida con luz apocalíptica. Porque, de cada
individuo, el inconsciente paródico exigía «la entrega completa de la
personalidad al proceso del mundo a fin de que este alcance su objetivo,
que es la liberación del mundo». O, para decirlo de modo más
transparente y claro, «el sí de la voluntad a la vida es proclamado como
lo único por ahora correcto, pues tan solo en la entrega total a la
vida y a sus dolores, no en la cobarde renuncia personal y en el
retraimiento, se puede hacer algo para el proceso del mundo», «el
intento de una negación personal de la voluntad es tan insensato e
inútil o incluso más insensato que el suicidio». «El lector reflexivo
comprenderá, sin otras explicaciones, cómo se configuraría una filosofía
práctica fundada en estos principios y que tal filosofía no puede
significar un divorcio de la vida, sino una plena reconciliación con la
misma».
El lector que reflexiona comprenderá..., pero ¡Hartmann puede
ser mal comprendido! Y ¡qué indeciblemente divertido es ver que sea mal
comprendido! ¿Serán los alemanes modernos especialmente sutiles? Un
honrado inglés encuentra que carecen de delicacy of perception e incluso
llega a decir que «in the german mind there does seem to be something
splay, something blunt-edged, unhandy und infelicitous» -el gran
parodista alemán ¿tendría algo que objetar? Es cierto que, según sus
explicaciones, nos estamos acercando a «aquel estado ideal en que la
especie humana realiza su historia conscientemente»; pero obviamente
estamos todavía muy alejados de ese estado, tal vez más ideal, en que la
humanidad leerá el libro de Hartmann con plena consciencia. Si llegamos
a ese estado, nadie pondrá en sus labios la expresión «proceso del
mundo» sin que estos labios sonrían, pues, al hacerlo así, recordará el
tiempo en que se escuchaba, se absorbía, se combatía, se veneraba, se
difundía y canonizaba el paródico Evangelio de Hartmann con toda la
probidad de aquella «german mind», es decir, con «la exagerada seriedad
del búho», como dice Goethe. Pero el mundo debe seguir adelante, ese
estado ideal no se puede conseguir soñando, es preciso luchar y
conquistarlo, y tan solo a través de la alegría pasa el camino que lleva
a la liberación, a la liberación de esa engañosa seriedad del búho.
Llegará un tiempo en que el hombre se abstendrá sabiamente de todas las
construcciones del proceso universal o también de la historia de la
humanidad, un tiempo en que no se prestará atención a las masas, sino
que se retornará a los individuos que forman una especie de puente sobre
la turbulenta corriente del devenir. Los individuos no continúan un
proceso sino que viven a la vez en su tiempo y fuera del tiempo, gracias
a la historia que permite esta combinación; viven como en la república
de genios de que habla Schopenhauer. Un gigante llama a otro a través de
los intervalos desolados del tiempo y así el alto diálogo de los
espíritus continúa sin que sea perturbado por los enanos inquietos y
ruidosos que rastrean a sus pies. La tarea de la historia es servir de
mediadora entre ellos y así continuamente incitar a promover la creación
de lo que es grande. No, el objetivo de la humanidad no puede
encontrarse en su estadio final, sino solamente en sus más altos
ejemplares.
Nuestro divertido personaje responde a esto con esa
admirable dialéctica que es tan genuina como admirables son sus
admiradores: «Así como no sería compatible con el concepto de la
evolución atribuir al proceso del mundo una duración infinita en el
pasado, pues toda concebible evolución debería entonces haber ya
sucedido y, ciertamente, este no es el caso» (¡oh, pícaro!), «del mismo
modo no podemos asignar a este proceso una duración infinita en el
porvenir. Ambas hipótesis descartarían la idea de una evolución
orientada hacia un objetivo» (¡oh, pícaro!, una vez más) «y el proceso
del mundo se asemejaría al trabajo de las Danaides. Pero la victoria
completa de lo lógico sobre lo ilógico» (¡oh, pícaro de pícaros!) «debe
coincidir con el fin temporal del proceso del mundo, con el juicio
final». No, espíritu claro y burlón, mientras lo ilógico prevalezca como
hoy, mientras todavía se pueda hablar, como tú lo haces, del «proceso
del mundo» con asentimiento general, el día del juicio está todavía
lejos: todavía hay muchas cosas alegres en la tierra, florecen muchas
ilusiones, por ejemplo, las ilusiones de tus contemporáneos sobre ti,
todavía no estamos maduros para ser catapultados a tu nada porque
creemos que será todavía más divertido cuando se haya comenzado a
comprenderte a ti, el incomprendido inconsciente. Pero si, a pesar de
todo, el hastío nos va a invadir impetuosamente, como tú has profetizado
a tus lectores, si tus descripciones del presente y del futuro son
correctas -y nadie ha despreciado tanto a ambos, nadie los ha
despreciado tanto, hasta la náusea, como tú-, yo estaré del todo
dispuesto a votar con la mayoría, en la forma que tú propones, que, en
la noche del próximo sábado, exactamente a las doce, tu mundo va a
perecer; y nuestro decreto puede concluir con estas palabras: a partir
de mañana, el tiempo no existirá y los periódicos dejarán de publicarse.
Pero tal vez no tenga efecto y habremos decretado en vano; bien, en
todo caso, nos queda todavía tiempo para realizar un bello experimento.
Tomemos una balanza y pongamos en uno de los platillos el inconsciente
de Hartmann y, en el otro, el proceso del mundo. Hay gentes que creen
que estarían equilibrados, pues en cada uno de los platillos habría una
frase exactamente tan mala y una broma exactamente tan buena como en el
otro. Una vez que se haya comprendido la broma de Hartmann, nadie tendrá
ya necesidad de utilizar su expresión «proceso del mundo» más que para
bromear. En realidad, ya es hora de lanzarse en campaña, con todas las
fuerzas de la malignidad satírica, contra los excesos del sentido
histórico, contra el gusto excesivo por el proceso a costa del ser y de
la vida, contra el desplazamiento insensato de todas las perspectivas; y
se debe siempre repetir, en elogio del autor de la Filosofía del
inconsciente, que él ha logrado ser el primero en sentir vivamente lo
que hay de ridículo en la noción de «proceso del mundo» y, por la
extraordinaria seriedad de su exposición, hacerlo sentir aún más
vivamente. Cuál es la finalidad del «mundo», cuál es la finalidad de la
«humanidad», por ahora, no debemos inquietamos por tales cuestiones a no
ser que queramos hacer bromas: en realidad, la presunción del pequeño
gusano humano es lo que hay de más cómico y divertido en el teatro del
mundo. Pero con qué finalidad existes tú, como individuo, pregúntate
esto y, si nadie te lo puede decir, trata de justificar el sentido de tu
existencia de alguna manera a posteriori, proponiéndote un objetivo,
una meta, una «finalidad», una alta y noble «finalidad». ¿Si pereces en
el intento? -Yo no conozco ningún objetivo mejor en la vida que perecer
por lo grande y lo imposible, animae magnae prodigus. Si, por el
contrario, la doctrina del devenir soberano, de la fluidez de todas las
concepciones, tipos y especies, de la falta de toda diferencia cardinal
entre el hombre y el animal -doctrinas que tengo por verdaderas, pero
mortíferas-, en la locura de la enseñanza actual son lanzadas al pueblo
todavía durante una generación, nadie podrá admirarse si ese pueblo
perece de lo que es egoísticamente mezquino y miserable, de osificación y
egocentrismo, se desgarrará y dejará de ser un pueblo: en su lugar
aparecerán tal vez, en el escenario del futuro, sistemas de egoísmos
particulares, fraternidades con vistas a la explotación rapaz de los que
no son hermanos y otras creaciones semejantes de la vulgaridad
utilitaria Para despejar el camino a estas creaciones, basta continuar
escribiendo la historia desde el punto de vista de las masas y buscar en
ellas las leyes que pueden derivarse de las necesidades de las masas,
es decir de las leyes que rigen el movimiento de los estratos bajos de
greda y arcilla de la sociedad. Las masas me parecen merecer atención
solo bajo tres puntos de vista: por un lado, como copias desvaídas de
los grandes hombres, hechas en mal papel y con placas gastadas; por
otro, como resistencia frente a los grandes, y, por último, como
instrumento de los grandes; por lo demás, ¡que se ocupen de esto el
diablo y las estadísticas! ¿Cómo? ¿Las estadísticas demuestran que hay
leyes en la historia? ¿Leyes? Sí, prueban cómo la masa es vulgar y
repulsivamente uniforme. ¿Aplicaremos la palabra leyes a los efectos de
esa fuerza de gravedad que son la necedad, el remedo, el amor y el
hambre? Bien, concedamos que así sea, pero entonces habrá que admitir
también que, en cuanto existen leyes en la historia, estas leyes no
valen y la misma historia no vale nada. Pero hoy es universalmente
valorado este género de historia que considera los grandes impulsos de
las masas como factor histórico importante y principal y a todos los
grandes hombres meramente como su más clara expresión, semejantes a las
burbujas que se hacen visibles en la espuma de las olas. Así, la masa
engendrará de sí misma lo que es grande, del caos saldrá el orden; al
final, naturalmente, se entonará el himno a la fecundidad de las masas.
Se llama «grande» a todo lo que durante largo tiempo ha removido las
masas y, como se dice, ha sido «una fuerza histórica». Pero ¿no
significa esto confundir intencionadamente la cantidad con la cualidad?
Cuando la tosca masa ha encontrado una idea cualquiera, por ejemplo, una
idea religiosa, es enteramente adecuada, la ha defendido tenazmente, la
ha arrastrado durante siglos y entonces, y solo entonces, el
descubridor y creador de esta idea será considerado como grande. Y ello
¿por qué? Lo más noble y más elevado no actúa sobre las masas; el éxito
histórico del cristianismo, su fuerza, resistencia y duración
históricas, todo esto, afortunadamente, no prueba nada respecto a la
grandeza de su fundador y, en el fondo, podría ser invocado contra él.
Pero, entre él y ese hecho histórico, existe un estrato muy terrestre y
oscuro de pasión, error, ansia de poder y honores, la fuerza todavía
activa del imperium romanum, un estrato del cual el cristianismo ha
adquirido su gusto y su residuo terrenos que le han hecho posible su
continuidad en el mundo y le han dado, por así decir, su resistencia. La
grandeza no puede depender del éxito, y Demóstenes tiene grandeza
aunque no tuvo éxito. Los seguidores más puros y auténticos del
cristianismo han tendido siempre a poner en duda y obstaculizar más bien
que fomentar su éxito mundano, su llamada «fuerza histórica»; pues
ellos sabían colocarse fuera del «mundo» y no se ocupaban del «proceso
de la idea cristiana». Es la razón por la cual la historia, en su mayor
parte, los desconoce y no los menciona. Para expresarme desde el punto
de vista cristiano, diría que el diablo gobierna el mundo y es el señor
del éxito y del progreso; en todos los poderes históricos, él es el
verdadero poder y, en lo esencial, siempre será así -por muy ingrato que
esto pueda sonar en los oídos de una época habituada a divinizar el
éxito y el poder histórico. Esta época se ha ejercitado en dar nuevos
nombres a las cosas y hasta en rebautizar al mismo diablo. Estamos
ciertamente en la hora de un gran peligro: los hombres parecen estar a
punto de descubrir que el egoísmo del individuo, de los grupos o de las
masas ha sido, en todas las épocas, la palanca de los movimientos
históricos, pero, al mismo tiempo, no parecen inquietados por este
descubrimiento y se decreta que el egoísmo debe ser nuestro dios. Con
esta nueva fe se disponen, sin disimular sus intenciones, a edificar la
historia futura sobre el egoísmo: solamente se exige que sea un egoísmo
inteligente, un egoísmo que impone algunas restricciones para asentarse
con bases estables, un egoísmo que estudia la historia precisamente para
aprender qué es el egoísmo no inteligente. Este estudio ha permitido
aprender que a todo estado incumbe una misión muy particular en la
instauración de ese sistema universal del egoísmo. El estado debe
convertirse en el patrón de todos los egoísmos inteligentes para
protegerlos, con su fuerza militar y policíaca, contra los excesos del
egoísmo poco inteligente. Con el mismo objetivo, la historia -en
particular, la historia del animal y del hombre- será introducida con
cuidado en las masas populares y en la clase obrera, que son peligrosas
por poco instruidas, pues es sabido que un pequeño grano de cultura
histórica es capaz de romper los instintos y los apetitos oscuros y
rudos o, al menos, canalizarlos en la dirección de un refinado egoísmo.
En suma, el hombre se preocupa hoy, para hablar con palabras de
Hartmann, «de una instalación prácticamente confortable en la patria
terrenal mirando prudentemente hacia el futuro». El mismo autor llama a
tal periodo la «edad madura» de la humanidad, mofándose así de lo que
hoy llamamos «hombre», como si por este concepto se entendiese tan solo
el desencantado egoísta. Igualmente profetiza que tal edad será seguida
por su correspondiente vejez, pero, evidentemente, solo con la intención
de mofarse de nuestros viejos actuales, pues habla de la madurez
contemplativa con que «pasan revista a todos los sufrimientos, por los
que tempestuosa y tumultuosamente atravesaron en su vida pasada, y la
vanidad de lo que consideraban hasta ahora objetivo de sus
aspiraciones». No, a la madurez de ese egoísmo astuto e históricamente
cultivado corresponde una ancianidad que se adhiere a la vida con
repulsiva avidez y sin dignidad e, incluso un último acto en el que
«concluye
la Historia singularmente variada, como una segunda infancia, olvido
total, sin ojos, sin dientes, sin gusto, sin nada»
Sea que los
peligros para nuestra vida y nuestra cultura vengan de estos desvaídos
viejos, sin gusto y sin dientes, o que vengan de esos considerados
«hombres» de Hartmann, frente a ellos mantendremos, con nuestros
dientes, los derechos de nuestra juventud y no nos cansaremos, contra
esos iconoclastas que quieren destrozar la imagen del porvenir, de
defender el futuro en nuestra juventud. Pero, en esta lucha, tenemos que
hacer una constatación particularmente dolorosa: los excesos del
sentido histórico de que sufre el presente son intencionadamente
promovidos, fomentados y utilizados.
Pero son utilizados contra la
juventud para dirigirla hacia esa viril madurez del egoísmo a que se
aspira por todas partes, se emplean para romper la natural aversión de
la juventud, mediante una explicación esclarecedora, es decir,
científico-mágica de ese egoísmo viril y no-viril a la vez. Se sabe bien
de qué es capaz el estudio de la historia, cuando se le da cierta
preponderancia, se sabe demasiado bien: desraizar los instintos más
fuertes de la juventud: su ardor, su espíritu de independencia, el
olvido de sí mismo, el amor; se puede atemperar la fogosidad de su
sentimiento de la justicia, contener o suprimir su deseo de madurar
lentamente, suplantándolo con el deseo opuesto de estar cuanto antes
presto, de ser cuanto antes útil y productivo, corroyendo con la duda la
sinceridad y audacia de los sentimientos; sí, la historia es capaz de
frustrar a la juventud de su más bello privilegio, de su facultad de
implantar en sí, en un arranque de fe desbordante, una gran idea y hacer
que crezca y se convierta en otra idea todavía más grande. Cierto
exceso de historia es capaz de hacer todo esto; lo hemos visto: porque
este exceso de historia, al desplazar continuamente sus perspectivas
sobre el horizonte, removiendo la atmósfera que lo rodea, no permite al
hombre sentir y actuar de modo ahistórico. El hombre se retira de un
horizonte infinito para replegarse en sí mismo, en el más pequeño
círculo egoísta donde está condenado a marchitarse y atrofiarse:
probablemente llegará a la habilidad, jamás a la sabiduría. Se puede
conversar con él, sabe calcular y se adapta a los hechos, no se
encoleriza, hace un guiño y sabe buscar la ventaja propia o la de su
propio partido en las ventajas o desventajas de los demás. Desconoce la
vergüenza superflua y se acerca así, paso a paso, al «hombre», al
«viejo» hartmannianos. Además, ha de llegar a convertirse en ellos,
pues, precisamente, este es el sentido de esa «total entrega de la
voluntad al proceso del mundo» que hoy se reclama con tanto cinismo
-para lograr su objetivo, que es la liberación del mundo, como el pícaro
E. von Hartmann nos asegura. Pero la voluntad y el objetivo de estos
«hombres» y «viejos» hartmannianos difícilmente puede ser la liberación
del mundo: el mundo sería, ciertamente, más libre si se liberase de
estos hombres y estos viejos. Porque entonces vendría el reino de la
juventud.
DIEZ
En este punto, pensando
en la juventud, yo grito: ¡tierra!, ¡tierra! ¡Basta ya, y más que basta,
de toda esa busca apasionada y esa travesía a la aventura por oscuros y
extraños mares! Ahora, finalmente, aparece una costa. Cualquiera que
sea esa costa, debemos atracar, pues el peor puerto será mejor que
retroceder tambaleantes a la infinitud escéptica y sin esperanza.
Arribemos a tierra firme; más tarde encontraremos puertos hospitalarios y
facilitaremos el desembarco a los que vengan después.
La travesía ha
sido peligrosa y excitante. ¡Qué lejos estamos ahora de la tranquila
contemplación con que vimos, al principio, a nuestra nave hacerse a la
mar! Al indagar los peligros de la historia, nos hemos expuesto a
recibir sus golpes más duros; en nuestra misma carne llevamos los
estigmas de sufrimiento que afligen a los seres humanos de la edad
moderna como consecuencia de un exceso de historia, y no ocultaré que
estas páginas muestran, en su crítica desmedida, en su humanidad
inmadura, en sus saltos frecuentes de la ironía al cinismo, del orgullo
al escepticismo, su carácter moderno, el carácter de la personalidad
débil. Y, sin embargo, tengo fe en la fuerza inspiradora que, en lugar
de un genio tutelar, guía mi nave, confío en la juventud y creo que ella
me ha guiado bien al empujarme ahora a una protesta contra la educación
histórica que el hombre moderno da a la juventud y cuando el que
protesta pide que el hombre aprenda, ante todo, a vivir y use la
historia tan solo al servicio de la vida que ha aprendido a vivir. Hay
que ser joven para entender esta protesta, y, con la tendencia a
encanecer demasiado pronto que es propia de nuestra juventud actual,
apenas se puede ser suficientemente joven para sentir contra quién
exactamente se dirige esta protesta. Me serviré de un ejemplo para
hacerme entender. Hace poco más de un siglo se despertó en Alemania,
entre algunos jóvenes, un instinto natural para lo que se llama poesía.
¿Se puede pensar que las generaciones anteriores y las de su tiempo
nunca hablaron sobre un arte que les era íntimamente extraño y no
natural? Sabemos que sucedió todo lo contrario: que, en la medida de sus
fuerzas, sobre «poesía» pensaron, escribieron, discutieron. Con
palabras, sobre palabras, palabras, palabras. El despertar de una
palabra a la vida no suponía, al mismo tiempo, la muerte de esos
creadores de palabras; en cierto sentido, viven hoy todavía. Si, como
dice Gibbon, para que desaparezca un mundo no hace falta más que tiempo,
pero mucho tiempo, tan solo se requiere tiempo, pero todavía mucho más
tiempo, para que, en Alemania, el «país del poco a poco», desaparezca
una falsa concepción. Más aún: tal vez hay ahora un centenar de hombres
más que hace un siglo que saben qué es poesía; tal vez habrá, dentro de
un siglo, otros cien hombres más que, entre tanto, han aprendido qué es
cultura y que los alemanes hasta ahora no han tenido ninguna cultura, no
importa lo mucho que de ella hablen y de ella se gloríen. A sus ojos,
la satisfacción general de los alemanes con su «cultura, aparecerá tan
increíble y necia como, ante nosotros, el clasicismo un tiempo tan
reconocido de Gottsched o la reputación de Ramler como un Píndaro
alemán. Ellos pensarán, tal vez, que esta cultura no es más que una
especie de conocimiento sobre la cultura y, además, un conocimiento muy
falso y superficial. Falso y superficial porque se toleró la
contradicción entre vida y conocimiento, porque no se percibió lo que
caracteriza la cultura de las naciones verdaderamente cultas: que la
cultura solo puede crecer y florecer partiendo de la vida; pero, entre
los alemanes, es como una flor de papel o una cobertura azucarada y, por
eso, está siempre destinada a permanecer engañosa y estéril. La
educación de la juventud alemana parte precisamente de esta concepción
falsa y estéril de la cultura. Su objetivo, concebido de forma pura y
elevada, no es, en realidad, el hombre culto y libre, sino el docto, el
hombre de ciencia, y precisamente el hombre de ciencia utilizable lo
antes posible, que se pone fuera de la vida para reconocerla más
claramente. El resultado, desde una perspectiva vulgarmente empírica, es
el filisteo histórico-estético de la cultura, disertador de lo viejo y
de lo nuevo que divaga sobre el Estado, la Iglesia, el arte, sensorium
de mil sensaciones de segunda mano, estómago insaciable que no sabe qué
es verdadera hambre y qué es verdadera sed. Que una educación con tales
resultados va contra la naturaleza, lo siente solo el que no ha sido del
todo modelado por ella, lo siente solo el instinto de la juventud, pues
esta tiene todavía el instinto de la naturaleza que esa educación
destroza artificiosa y violentamente. Pero el que quiere derrumbar esta
educación debe ayudar a la juventud a expresarse a sí misma, debe
iluminar, con claridad de conceptos, su inconsciente oposición y hacer
que se exprese de modo consciente y en voz alta. ¿Cómo podrá lograr un
objetivo tan fuera de lo común?
Ante todo, destruyendo una
superstición, la creencia en la necesidad de ese tipo de educación.
Todavía se cree que no existe otra alternativa a nuestra actual,
extremamente penosa, realidad. Basta examinar, a este respecto, la
literatura aparecida en los últimos decenios sobre instrucción y
educación superior. Se verá, con extrañeza y desmayo, con qué
uniformidad, a pesar de toda la diversidad de opiniones, a pesar de la
vehemencia de las contradicciones, se ha concebido el objetivo entero de
la educación y qué irresponsablemente, el resultado hasta ahora
obtenido, el «hombre culto», tal como hoy es entendido, está aceptado
como el fundamento necesario y racional de toda educación ulterior. Esta
es, más o menos, la sustancia de ese monótono canon educativo: el joven
ha de comenzar su educación con un conocimiento sobre la cultura, no
con un conocimiento sobre la vida, y mucho menos con la vida y la
experiencia mismas. Además, este conocimiento sobre la cultura será
infundido e inculcado al joven precisamente como conocimiento histórico;
esto significa que su mente se llenará de una enorme cantidad de
conceptos que proceden, no de la intuición inmediata de la vida, sino
del conocimiento, extraordinariamente mediato, de épocas y pueblos del
pasado. Su deseo de experimentar algo por sí mismo y sentir cómo las
propias experiencias personales se convierten en un sistema coherente y
vivo -tal deseo queda amortiguado y, en cierto modo, como intoxicado por
la fantástica ilusión de que, en pocos años, será posible recoger en sí
mismo las experiencias más sublimes y maravillosas de los tiempos
antiguos y, especialmente, de las grandes épocas. Es exactamente el
mismo método, nada razonable, que lleva a nuestros jóvenes pintores a
los museos y galerías, en lugar de llevarlos al taller de un maestro y,
sobre todo, al taller único de ese maestro único que es la naturaleza.
¡Como si en un breve paseo apresurado por la historia se pudiera captar a
fondo la maestría y el arte de épocas pasadas, su auténtico fruto
vital! ¡Como si la vida misma no fuese un oficio que hay que aprender
desde la base y de continuo y practicarlo de modo inexorable, si es que
queremos algo más que superficialidades y parloteo!
Platón
consideraba indispensable que la primera generación de su nueva sociedad
(en el Estado perfecto) tenía que ser educada con la ayuda de una
poderosa mentira necesaria. Los niños debían ser incitados a creer que
todos ellos habían vivido durante un tiempo, en estado de sueño, bajo la
tierra donde habían sido modelados y formados por el artífice de la
naturaleza. ¡Imposible revelarse contra ese pasado! ¡Imposible oponerse a
la obra de los dioses! Había que verlo como una ley inviolable de la
naturaleza: el que ha nacido como filósofo tiene en su cuerpo oro, el
que ha nacido como guardián solo plata, y los trabajadores solo hierro y
bronce. Así como no es posible mezclar estos metales, aclara Platón,
tampoco es posible mezclar y perturbar el orden de las castas. La
creencia en la aeterna veritas de este orden es el fundamento de la
nueva educación y, por tanto, del nuevo estado. -Así también el alemán
moderno cree en la aeterna veritas de su educación y su tipo de cultura.
Pero esta creencia se derrumba, como el estado platónico se
derrumbaría, si a una mentira necesaria se contrapone una verdad
necesaria: que el alemán no tiene cultura porque, en virtud de su
educación, no puede tenerla. Quiere la flor sin la raíz y sin el tallo;
por tanto, lo pretende en vano. Esta es la simple verdad, una verdad
desagradable y cruda, una verdad justa y necesaria.
Pero en esta
verdad necesaria tiene que estar educada nuestra primera generación; va a
pasar por grandes sufrimientos porque tiene que educarse a sí misma y,
en cierto modo, contra sí misma, para adquirir nuevos hábitos y nueva
naturaleza, dejando tras sí los viejos hábitos y su primera naturaleza;
de suerte que pueda decirse a sí misma en español antiguo: defiéndame
Dios de my, Dios me guarde de mí, es decir, de la naturaleza adquirida
por mi educación. Tiene que sorber esta verdad, gota a gota, como una
amarga y potente medicina, y cada individuo de esta generación debe
superarse para poder formular juicio sobre sí mismo, juicio que será más
fácil de soportar como juicio general de toda una época: carecemos de
cultura, más aún, estamos perdidos para la vida, para el correcto y
sencillo oír y ver, para captar felizmente lo que nos es más cercano y
natural, y, hasta el presente, no poseemos la base de una cultura porque
estamos convencidos de tener en nosotros una vida verdadera.
Fragmentado y desintegrado, la totalidad cortada mecánicamente por la
mitad en un interior y un exterior, sobresaturado de conceptos, como de
dientes de dragón que generan dragones conceptuales, sufriendo, además,
de la enfermedad de las palabras, desconfiando de toda sensación
personal que todavía no haya recibido la estampilla de las palabras:
como tal fábrica de conceptos y palabras, no viva pero tremendamente
activa, tal vez tengo derecho a decir cogito, ergo sum, pero no vivo,
ergo cogito. Me es garantizado el vacío «ser», pero no la plena y verde
vida. Mi sensación original me asegura solamente que soy un pensante, no
que soy una criatura viva, que soy, no un animal, sino, a lo sumo, un
cogital. En primer lugar, ¡dadme vida y yo sabré hacer de ella una
cultura! -Este es el grito de cada individuo de esta primera generación,
y con este grito se reconocerán todos ellos entre sí. ¿Quién les dará
esta vida?
Ningún dios y ningún ser humano: tan solo su propia
juventud. Quitad las cadenas a esa juventud y habréis también liberado
la vida. Porque la vida estaba escondida y en prisión, pero todavía no
está marchita ni muerta -¡os lo podéis preguntar a vosotros mismos!
Pero
esta vida que se ha librado de sus cadenas está enferma y su salud debe
ser restablecida. Sufre de muchas dolencias y no solamente del recuerdo
de sus cadenas. Sufre, y esto es lo que aquí, en primer lugar, nos
concierne, de la enfermedad histórica. El exceso de historia ha atacado a
la fuerza plástica de la vida y esta ya no sabe utilizar el pasado como
un alimento robusto. Esta dolencia es horrible y, sin embargo, si la
juventud no tuviera el don clarividente de la naturaleza, nadie sabría
que es una dolencia y que se ha perdido un paraíso de salud. Pero esta
juventud adivina, con el instinto curativo de esta misma naturaleza,
cómo este paraíso puede ser recuperado. Ella conoce los ungüentos y
medicamentos contra la enfermedad histórica, contra el exceso del
elemento histórico. ¿Cuáles son estos ungüentos y medicinas?
No hay
que extrañarse si tienen nombres de veneno; los antídotos contra lo
histórico son: lo ahistórico y lo suprahistórico. Con estas palabras
volvemos al comienzo de nuestra consideración y a su tono más sereno.
Con
la expresión «lo ahistórico» yo designo el arte y la fuerza de poder
olvidar y encerrarse en un horizonte limitado; llamo «suprahistórico» a
las fuerzas que apartan la mirada de lo que está en proceso de devenir y
la dirigen a lo que da a la existencia el carácter de lo eterno y lo
inmutable, hacia el arte y la religión. La ciencia -pues es ella la que
hablaría de venenos- ve en esa fuerza, en esas potencias, fuerzas y
poderes adversos, ya que solamente considera como verdadera y justa, es
decir, como observación científica, la que, en todas partes, percibe tan
solo lo que es un devenir, lo histórico, y en ninguna parte ve el ser
en sí, lo eterno. La ciencia vive en íntima contradicción con las
potencias eternizantes del arte y la religión, a la vez que odia el
olvido, que es la muerte del saber, tratando de suprimir los límites del
horizonte y arrojando al ser humano al mar infinito e ilimitado, al mar
de ondas luminosas del devenir reconocido.
¡Si, al menos, pudiese
vivir allí! Así como un terremoto devasta y destruye las ciudades, y el
hombre construye con temor y efímeramente sus casas sobre terreno
volcánico, de modo semejante la vida se derrumba sobre sí misma, se
debilita y pierde coraje, cuando el terremoto de conceptos provocado por
la ciencia roba al hombre la base de toda su seguridad y paz, la fe en
lo que es durable e imperecedero. ¿Debe la vida dominar el conocimiento y
la ciencia o debe el conocimiento dominar la vida? ¿Cuál de las dos
fuerzas es la superior y decisiva? Nadie dudará: la vida es la fuerza
superior y dominante, porque cualquier conocimiento que destruya la
vida, al mismo tiempo se destruirá a sí mismo. El conocimiento presupone
la vida y tiene el mismo interés en el mantenimiento de la vida que
tiene todo ser en la continuación de la propia existencia. Por eso, la
ciencia necesita la vigilancia y supervisión de una instancia superior;
una higiene de la vida debería colocarse inmediatamente al lado de la
ciencia, y una de las reglas de esta higiene debería decir: lo
ahistórico y lo suprahistórico son los antídotos naturales contra el
sofocamiento de la vida por la historia, contra la enfermedad histórica.
Es probable que nosotros, enfermos de historia, tengamos que sufrir
también con los antídotos. Pero el hecho de que suframos por ello no es
una prueba contra lo adecuado del método terapéutico escogido.
Y en
esto reconozco la misión de esa juventud, de esa primera generación de
luchadores y matadores de serpientes, que abrirá la marcha de una
cultura y una humanidad más felices y más bellas, sin poseer más que un
prometedor presentimiento de esta futura felicidad y de esta futura
belleza. Esta juventud sufrirá, al mismo tiempo, del mal y del antídoto.
Pero creen, sin embargo, que pueden gloriarse de poseer una salud más
vigorosa y una naturaleza más natural que la generación que la precede:
los «adultos» y «viejos» cultos del presente. Su misión es quebrantar
los conceptos que la época actual tiene de «salud» y «cultura» y
provocar desdén y odio contra estos híbridos monstruos conceptuales; el
signo de garantía de su más vigorosa salud deberá ser precisamente que
esta juventud, para determinar su esencia profunda, no podrá servirse de
conceptos o lemas sectarios de la moneda verbal y conceptual que hoy
está en circulación. Se basará tan solo en su potencia activa que lucha,
discrimina y analiza, y en su sentimiento de la vida siempre
ascendiente en las horas propicias. Se puede objetar que esta juventud
tiene ya una cultura. Pero ¿qué juventud podría considerar esto un
reproche? Se la podría acusar de rudeza e intemperancia -pero no es
todavía suficientemente vieja y sabia para moderar sus exigencias; sobre
todo, no necesita fingir y defender una cultura acabada y goza de todos
los consuelos y todos los privilegios de la juventud, especialmente del
privilegio de una sinceridad temeraria y valerosa y del inspirador
consuelo de la esperanza.
Yo sé que los que esperan comprenden de
cerca todas estas generalidades y que las traducirán, por medio de sus
propias experiencias, en una doctrina personal significativa. Entre
tanto, los demás solo pueden ver recipientes cerrados, que podrían
también estar vacíos, hasta que, con sus propios ojos, vean sorprendidos
que los recipientes están llenos y que ataques, reivindicaciones,
impulsos vitales y pasiones, que no podían quedar ocultos mucho tiempo,
están encerrados y comprimidos en estas generalidades. Remitiendo a
estos escépticos al tiempo, que saca todo a la luz, me dirijo, para
concluir, a esa sociedad de esperanzados para relatarles, mediante una
parábola, el curso y progreso de su curación, su liberación de la
enfermedad histórica y también su propia historia hasta el momento en
que se hallarán suficientemente sanos para cultivar de nuevo la historia
y servirse del pasado, bajo el dominio de la vida, en ese triple
sentido: monumental, anticuario y crítico. En ese momento ellos serán
más ignorantes que los «cultos» del presente, porque habrán olvidado
mucho y habrán perdido todo deseo de lanzar siquiera una mirada a lo que
estas gentes cultas quieren, ante todo, saber. Lo que los distingue,
desde la perspectiva de estas gentes cultas, es, precisamente, su
«incultura», su indiferencia frente a muchas cosas célebres e incluso
frente a muchas cosas buenas. Pero, llegados al punto final de su
curación, habrán vuelto a ser seres humanos y habrán dejado de ser
agregados que se parecen a los hombres. -¡Ya es algo! Todavía hay
esperanza. ¿No sentís alegría en vuestros corazones, vosotros los que
esperáis?
Y ¿cómo llegaremos a este objetivo?, preguntaréis. El dios
délfico os lanza, desde el comienzo de la peregrinación hacia esa meta,
su imperativo: «Conócete a ti mismo». Es una dura sentencia, pues este
dios «no oculta ni revela nada, tan solo indica», como ha dicho
Heráclito . Y ¿qué es lo que indica?
Hubo siglos en que los griegos
se encontraban ante un peligro similar al que hoy tenemos que afrontar,
el peligro de perecer por la inundación de lo ajeno y del pasado, de
perecer por la «historia». Ellos nunca vivieron en orgulloso
aislamiento; su cultura, por el contrario, fue durante largo tiempo un
caos de formas y de concepciones extranjeras, semíticas, babilónicas,
lidias y egipcias, y su religión una verdadera lucha de dioses de todo
Oriente; igual que la «cultura alemana» y la religión son un caos lleno
de luchas internas, de todo lo extranjero y de todo lo pasado. Y, sin
embargo, la cultura helenística no fue un agregado, gracias a aquella
sentencia de Apolo. Los griegos aprendieron poco a poco a organizar el
caos, concentrándose, de acuerdo con las enseñanzas délficas, en sí
mismos, es decir, en sus verdaderas necesidades, olvidando las
necesidades aparentes. Así entraron de nuevo en posesión de sí mismos.
No permanecieron largo tiempo como los herederos sobrecargados y
epígonos de todo Oriente. Llegaron a ser, tras dura lucha contra sí
mismos, con la interpretación práctica de aquella sentencia de Apolo,
los más felices enriquecedores e incrementadores del tesoro heredado y
los precursores y modelos de todos los pueblos civilizados del futuro.
He
aquí un símbolo para todos nosotros: cada uno tiene que organizar el
caos que tiene es sí, concentrándose en sus verdaderas necesidades. Su
sinceridad, su carácter fuerte y verídico, se opondrá algún día a que
todo se reduzca siempre a repetir, aprender, imitar; empezará entonces a
comprender que la cultura puede ser otra cosa que la decoración de la
vida, lo cual en el fondo, no sería otra cosa que fingimiento e
hipocresía, pues todo ornamento oculta aquello que adorna. Así se
revelará ante él el concepto griego de cultura -en contraposición al
romano-, de cultura como un nueva y mejorada physis, sin interior y
exterior, sin simulación y convencionalismo, de cultura como unanimidad
entre vida, pensamiento, apariencia y voluntad. Así aprenderá, por
propia experiencia, que la fuerza superior de la naturaleza moral es lo
que permitió a los griegos la victoria sobre todas las otras culturas, y
que todo incremento de la veracidad tiene que ser también una necesaria
exigencia de la cultura verdadera, aunque esta veracidad pueda, a
veces, perjudicar seriamente a la cuturalidad que hoy goza de estima
general y pueda contribuirá al caída de toda una cultura decorativa
Friedrich Nietzsche